Un viaje a la feria

 

El Unisphere de la Feria Mundial de 1964. Fuente: Ken-Photographer, CC BY-SA 4.0, vía Wikimedia Commons.

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Cuando Álvaro levantó el teléfono de su oficina, se sorprendió al escuchar a Rafa del otro lado. No habían hablado desde noviembre, más o menos desde la muerte de su padre. Rafa le preguntó por su familia y por la señora Isabel. Después de ponerse al día, Rafa llegó a la razón de la llamada: 

—Hágame un catorce, hermano. Necesito alguien que me ayude a llevar turistas de Miami a la Feria Mundial.

—¿De Miami a Nueva York? ¿Cuándo?

—Sí, a Nueva York a finales de abril. Hay bastante tiempo para organizarnos. Usted es el mejor conductor que conozco y es muy bueno con las direcciones.

Rafa sabía ser convincente.

Rafael Buitrago era el dueño de Viajes Mundo, una agencia de viajes con oficinas en Bogotá y en Miami. Había organizado un viaje a la gran inauguración de la Feria Mundial de 1964 en el parque de Flushing Meadows en Queens, Nueva York. Volar era caro. Un tour en carro era una alternativa asequible para muchas personas. Rafa pronto tuvo diez reservas y se vio en la necesidad de llevar dos carros. Conseguir el segundo carro era fácil. Había muchos residentes del norte del país que pasaban el invierno en el sur y que buscaban a alguien que llevaran sus carros de regreso a casa en primavera. Pero conseguir un segundo conductor de confianza no era fácil. O no lo era hasta que a Rafa se le ocurrió llamar a Álvaro. Rafa sabía que Álvaro era un conductor excelente, lo suficientemente bueno para haber participado en carreras de rally. Además, Álvaro tenía una licencia de conducción comercial, pero ahora estaba casado y tenía varios hijos. Convencer a Álvaro era una posibilidad remota.

El pase nacional de Álvaro — Para Conductor Profesional. Fuente: Archivo familiar del autor.

Tras colgar el teléfono, Álvaro intentó concentrarse en su trabajo, pero no podía dejar de pensar en la oferta de Rafa. Cada tanto, Álvaro tecleaba números aleatorios en su máquina de sumar, desgarraba el papel que salía de un rollo y lo tiraba a la caneca, solo  para hacer algo para pasar el tiempo. Pudo hacer poco el resto de esa tarde. Estaba ansioso por dejar la oficina, por salir a las calles del centro de Bogotá y llegar a su carro, donde podría estar a solas. Un viaje con todos los gastos pagos a los Estados Unidos, y además un tiquete para el primer día de la Feria Mundial, era algo que valía la pena considerar.

Isabel seguía en luto por la muerte inesperada de su marido. A Álvaro le preocupaba tanto la reacción de su madre como la de su esposa al viaje. Sí, la reciente muerte de su padre complicaba las cosas, pero también se sentía más libre para tomar sus propias decisiones, dependía de una persona menos, una que probablemente habría tenido una opinión fuerte al respecto. 

Tras luchar con la propuesta por varios días, Álvaro concluyó que la oferta de Rafa era demasiado buena para rechazarla. Conseguir diez días de permiso era fácil. En la oficina caía bien y su jefe aceptó sin necesidad de mucha negociación. Isabel no se opuso y le dijo que era una decisión que él debía tomar. Álvaro sabía que su esposa tendría algo de rencor por tener que encargarse de cuidar a cinco niños, todos menores de siete años, mientras que él estaba de viaje. Pero también sabía que poco a poco la convencería. Ella no era terca como él. Álvaro le recordó su sueño de algún día migrar con la familia al norte y dijo que podría convertir el viaje, un viaje gratuito, en una misión de exploración. Tan solo iba a ausentarse por diez días, algo que repitió varias veces para convencerla (y convencerse a sí mismo) de que todo saldría bien, que el viaje podía hacerse. Y, si su suegra venía a ayudar, los niños ni siquiera notarían su ausencia. Álvaro también sabía ser convincente.

Cuando llamó a Rafa a decirle que aceptaba, Rafa no lo podía creer.

—No pensé que fuera a aceptar. Después de colgar pensé en todos los chiquitos y pensé que seguro no iba a venir.

Rafa estaba más que feliz de haber encontrado a su segundo conductor.

Álvaro había sido atraído por la fuerza gravitacional de los Estados Unidos por un buen tiempo. Tenía 31 años y las dificultades de vivir en Bogotá, incluso con un buen trabajo, lo estaban agotando. Se quejaba de la escasez de artículos básicos, como la leche para sus hijos; aborrecía la falta de civismo, la delincuencia común y la anarquía aleatoria que a veces generaba violencia, en ocasiones política, pero la mayoría oportunista. La oferta de Rafa no pudo haber llegado en un mejor momento. Estaba listo para probar algo nuevo, para ver si era cierto lo que se decía sobre los Estados Unidos, si sí era el verdadero El Dorado, donde los trenes iban bajo el suelo y los edificios rascaban el cielo, donde los carros último modelo rodaban por avenidas de seis carriles y maravillas de la ingeniería cruzaban ríos anchos. Mil novecientos kilómetros de carretera eran una manera de verificarlo.

Sábado 18 de abril de 1964 – Miami, Florida

Álvaro aterrizó en Miami el sábado, el día antes del inicio del viaje. Rafa lo recogió en el aeropuerto, aliviado por tener a su copiloto a su lado. Rafa había estado unos días en Miami poniendo a punto los dos vehículos y haciéndolos revisar para el largo camino. Esa tarde manejaron hasta el hipódromo de Hialeah, un pasatiempo favorito de ambos. Entre carrera y carrera revisaban sus planes. Rafa manejaría el carro que iría adelante y Álvaro lo seguiría en el otro. La caravana cubriría 2.000 kilómetros en tres días, con dos paradas nocturnas, el sábado en Charleston, Carolina del Sur y el lunes en Washington, D.C., en donde pasearían un poco antes de seguir hacia el norte. Era fundamental que llegaran a Nueva York a más tardar en la noche del martes, un día antes de la inauguración.

Alvaro (a la derecha) con su amigo en las gradas de un circuíto en Florida. Fuente: Archivo familiar del autor.

Álvaro se fue a acostar temprano, pero no podía conciliar el sueño. Algunas escenas de Hialeah se repetían en su cabeza, como los pura raza montados por hombres diminutos en sedas coloridas, los dólares a puñados que eran empujados por las ventanillas de los cajeros, las mujeres en las tribunas, altas y vestidas como Jacqueline Kennedy, y el ruido de la multitud que aumentaba cuando los caballos llegaban a la recta final. Además, el clima había sido glorioso, soleado y por los 24ºC. No era lo que había esperado, era mucho mejor.

Mientras daba vueltas en la cama, Álvaro se imaginaba los paisajes que vería en el camino. Su mente se iba hasta Nueva York, mientras que el edificio Empire State y la Estatua de la Libertad le daban vueltas en la cabeza. Contaba con que su experiencia manejando compensara su falta de familiaridad con las carreteras. Rezaba para que los carros aguantaran todos los kilómetros. Su pesadilla era quedarse atascado a un lado de la autopista, teniendo que cuidar de un radiador dañado y de cinco turistas ansiosos, sin saber suficiente inglés para pedir ayuda cuando se acercara un patrullero. Le preocupaba separarse de Rafa y no tenía manera de saber si llegar antes del martes por la noche iba a ser fácil o no. Pensaba en su madre. Pensaba en su esposa y sus hijos, que probablemente estarían durmiendo en ese momento, y esperaba que nada fuera de lo común estuviera pasando en casa.

Domingo 19 de abril de 1964 – De Miami a Charleston

Rafa y Álvaro se levantaron muy temprano en la mañana del domingo. Habían acordado encontrarse con los pasajeros a las 5 a.m., más o menos una hora antes del amanecer. Los pasajeros llegaron al punto de reunión en la oscuridad de uno en uno, o de dos en dos en el caso de las parejas. Rafa se ocupó del registro mientras que Álvaro cargó el equipaje metódicamente, poniendo las maletas pequeñas atrás y el resto en el portaequipajes que amarró con una fuerte cuerda. Rafa los presentó a todos y todos saludaron a sus nuevos compañeros de viaje. Rafa separó al grupo de tal manera que las dos parejas y un viajero adicional iban con él en el Oldsmobile Dynamic del 88, que era el carro más pequeño. Era más fácil que las parejas compartieran los espacios más pequeños. Los otro cinco viajeros iban con Álvaro en una Ford Station Wagon del 62. Ambos vehículos eran cruisers grandes, pero el viaje iba a estar apretado, con seis adultos en cada uno.

Tras la emoción inicial en el parqueadero, el carro se puso silencioso a esa hora tan temprana. Saliendo de Miami los acompañó un hermoso amanecer, con el sol saliendo sobre el Atlántico del lado del pasajero. 

A la señora Clemencia le había agradado Álvaro y tomó el asiento delantero. A Clemencia le gustaba que Álvaro fuera amable y no brusco como tantos conductores profesionales. A Álvaro Clemencia le recordaba a su madre, alta, correcta y bien vestida. Clemencia conversó por varios kilómetros y la charla ayudó a disolver el tiempo.

La caravana pasó por la Ruta 1 hasta Jacksonville, donde pararon para cenar por la tarde. Los conductores, felices de haber recorrido la mayoría de la larga península de Florida, necesitaban un descanso más largo. A diferencia de los pasajeros, que habían dormido en el carro, Rafa y Álvaro habían manejado atentamente por 650 kilómetros. A Rafa le preocupaba que estuvieran retrasados, a pesar de haber llevado buena velocidad. Estaban perdiendo demasiado tiempo en las paradas por gasolina. No era fácil arrear a 10 viajeros ni evitar que deambularan para estirar sus piernas mientras esperaban que los demás fueran al baño.

Para cuando llegaron a Jacksonville ya estaba cayendo la tarde, pero todo el mundo estaba lleno y descansado. Se pasaron a la Carretera de la Costa (la Ruta 17) durante los 50 kilómetros que les faltaban para llegar a Georgia. Desde la frontera les faltaban unos 320 kilómetros para llegar a Charleston, Carolina del Sur. Manejar en la oscuridad era difícil, especialmente para Rafa que iba en el carro de adelante.

El itinerario de Rafa incluía pasar una noche en el icónico The Charleston Hotel, pero en la dirección había un hotel diferente. Resultó que The Charleston Hotel, con su columnata doble, había sido demolido unos años antes y había sido reemplazado por un hotel de carretera con un nombre parecido. El precio descontado de las habitaciones ahora tenía sentido.

El Charleston Hotel en 200 Meeting Street. Fuente: Library of Congress, Prints & Photographs Division, Civil War Photographs.

Afortunadamente para Rafa, los turistas estaban demasiado exhaustos como para que les importara. Mientras hubiera una cama, nada más importaba. Como solo había un recepcionista en el turno nocturno, el proceso de registro en el hotel fue dolorosamente lento. Rafa, con los documentos en mano, se ocupó de todos los detalles en la oficina mientras que Álvaro descargó las maletas y cada pasajero recogió la suya y se despidió por la noche tras recibir la llave de su habitación. Con sus últimas reservas de energía, Álvaro cargó la maleta de la señora Clemencia hasta su habitación y luego se fue a dormir a la habitación que él compartía con Rafa. Todos querían descansar y prepararse para el viaje a Washington de la mañana siguiente. Se durmieron rápido, Álvaro estaba demasiado cansado como para pensar en el largo día.

Lunes 20 de abril de 1964 – De Charleston a Washington, D.C.

La trasnochada llevó a un comienzo lento. Era otra mañana soleada, pero mucho más fría que la de Miami. A pesar de la insistencia de Rafa, el grupo desayunó despacio y para cuando habían entregado sus habitaciones y entrado a los carros ya se había perdido buena parte de la mañana.

Ya en la carretera, tomaron la Ruta 17 costera hacia Wilmington, Carolina del Norte. La carretera tenía belleza natural a un lado y pueblos playeros al otro, con el verde fresco de la primavera por todas partes.

El día anterior, los pasajeros habían tomado turnos en la silla delantera. Esta mañana la señora Clemencia estaba al frente de nuevo. Clemencia le preguntó a Álvaro sobre su esposa y sus hijos. Clemencia se sorprendió de que un hombre tan joven ya tuviera cinco hijos. 

—Un buen católico —dijo, avergonzándolo un poco. 

Álvaro le contó la historia de cómo conoció a su esposa en el funeral de un amigo que había fallecido en un accidente trágico cuando caminaba por una obra. El hermano de su esposa también era amigo del desafortunado. Luego, Álvaro le contó un poco sobre cada uno de los niños. Algunos de los demás, sintiéndose ahora más en confianza, se unieron y añadieron sus propias historias. Pronto la conversación pasó a vivir en los Estados Unidos. Los que tenían green cards les ofrecieron consejos y recomendaciones a los que no. Una máxima tuvo un consenso general: la importancia de aprender inglés, de otra manera los gringos creen que eres estúpido.

La charla era frecuentemente interrumpida por algún pasajero señalando un paisaje o un monumento para admirar. Cerca de Wilmington se cruzaron con un puente de hierro de diseño inusual que impresionó mucho a Álvaro. Redujo la velocidad para admirar ese logro de la ingeniería, maravillándose con las vigas y las riostras de hierro y con lo masiva que era la estructura, señalando el ingenio estadounidense:

—Esos gringos son muy avispados.

Al otro lado de Wilmington pararon por gasolina y un almuerzo tardío. Rafa, tras estudiar el mapa, actualizó sus estimados y concluyó que llegarían a Washington tras el atardecer, pero no demasiado tarde. Estaba intentando evitar otra llegada a altas horas de la noche como la del día anterior en Charleston.

Álvaro, con el mapa desdoblado frente a sí, y en un repentino estado de alarma, le dijo a Rafa, suficientemente duro para que los demás pudieran escuchar, que habían cometido un terrible error. Señalando el mapa, dijo que debieron haber hecho un giro equivocado y que estaban llegando al Jacksonville que habían dejado hace un día. El chiste no gustó. Rafa no estaba de humor y no le siguió la corriente. Sí había un Jacksonville más adelante, Jacksonville, Carolina del Norte. Más tarde, cuando los pasajeros de Álvaro vieron los avisos anunciando este pueblo, revivieron el chiste, simulando terror y riéndose. 

Cuando cruzaron a Virginia uno de sus pasajeros, que estaba llevando la cuenta, les recordó a todos que estaban entrando al quinto estado de su viaje.

Casi llegando a Washington, el tráfico en Richmond era pesado. Álvaro, distraído y cansado, se dio cuenta de que el Oldsmobile de Rafa ya no estaba delante suyo. Aumentó la velocidad, buscando a su alrededor, seguro de que lo vería de nuevo. El carro se silenció. Una ola de pánico sobrecogió a Álvaro, al darse cuenta de que su miedo se había vuelto realidad. 

No se había rendido en su búsqueda mientras se acercaban a la capital. Los avisos del Cementerio Nacional de Arlington le recordaron a la llama eterna en la tumba de John F. Kennedy y luego a su padre (se había enterado de  la noticia del asesinato en el velorio de su padre, por siempre ligando ambas muertes). El aplanado pero enorme edificio del Pentágono vino después. 

El tráfico era lento y denso por la salida del Aeropuerto Nacional de Washington justo antes de cruzar el río Potomac. Desde el puente se asombraron con el Monumento a Washington, ya iluminado por la noche. Álvaro paró en la salida de Capitol Street, asegurándoles a sus pasajeros que pronto encontrarían a Rafa y al hotel una vez llegaran a la Street K. Los pasajeros se habían vuelto dependientes de los conductores y les dejaban decidir todos los detalles del viaje. La única ayuda que ofrecieron fue que una pareja estuvo de acuerdo en que Street K les sonaba como el nombre correcto.

Álvaro dio varias vueltas intentando orientarse y descifró que las calles estaban en orden alfabético. Pronto llegó a la Street K, pero algo le parecía raro. No había hoteles en la calle. El consenso entre los pasajeros fue parquear en un bar y restaurante que habían visto en una de la vueltas previas. Todo el mundo tenía hambre. Ahí comerían y preguntarían cómo llegar al hotel.

Entraron con cautela al restaurante que estaba casi vacío, pues era lunes por la noche. Con la ayuda de la mesera se sentaron cerca a la ventana y ordenaron la comida, pendientes del carro que estaba parqueado afuera. El bar y restaurante pronto se convirtió en una parada interesante para el grupo. Una rocola cerca al bar tocaba rock and roll. Rápidamente se hicieron amigos de los locales que se interesaron en ellos y les preguntaron de dónde venían y a dónde iban.

La mayoría de los comensales sabían de la Feria Mundial. Una mujer joven, que hablaba algo de español, se sentó en la mesa, queriendo ayudar a los turistas perdidos.

Álvaro, el vocero designado, le explicó tan bien como pudo, usando las pocas palabras en inglés que conocía, que tenía que encontrar su hotel en la Street K y que había otro carro. Ella entendió la palabra "caravana" y la repitió en voz alta y pronto se hizo amiga de todos. Un momento después, su sonrisa se convirtió en una risa pícara cuando agarró a Álvaro de la mano para bailar una canción que estaba sonando en la rocola. Sorprendido, pero tras los ánimos de sus compañeros, Álvaro la siguió a un área cerca a la rocola para bailar su canción favorita. Álvaro movió su cuerpo espigado de 1,85 centímetros al ritmo de la música, sobresaliendo por encima de la mujer, que era mucho más baja. Bailar nunca había sido su fuerte pero, comparado con los pasos ordenados que conocía de la cumbia, bailar rock and roll le parecía algo espástico. Al voltear hacia la mesa, se dio cuenta de que todo el mundo estaba disfrutando del momento. Hasta la señora Clemencia tenía una gran sonrisa.

Después de la canción, Álvaro volvió a la mesa para terminar su comida y preguntar por el hotel. Para entonces Álvaro había entendido el problema. Tenía que ir a la K Street, no a la Street K, y había dos K Street. La mujer joven sabía cómo llegar a la otra K Street pero le preocupó que sus instrucciones fueran demasiado enredadas para Álvaro.

Mientras que el grupo terminaba su comida, la joven salió a la calle. La vieron llamar a un policía que pasaba en una moto. Hablaron por un momento. Ella señaló el carro cargado de cosas y luego volvió al restaurante. Le dijo a Álvaro que saliera para recibir instrucciones. El policía dijo que era un camino fácil:

—Fácil, amigo —dijo bromeando.

Pero, al explicar la ruta, vio cómo la cara confundida de Álvaro lo contemplaba. Le dijo a Álvaro que, si ya habían terminado de comer, reuniera a los pasajeros y que los esperaría unos minutos para acompañarlos a la K Street y a su hotel. La mujer se quedó con el policía un rato mientras que Álvaro los apuraba a todos para que terminaran de comer y pagaran la cuenta. El grupo le dijo tankyouberymush una y otra vez a la joven mujer y le dieron la mano antes de montarse de nuevo al carro.

Álvaro comenzó a seguir la motocicleta. En su espejo retrovisor vio a la mujer despidiéndose con la mano desde el andén, así que sacó su mano izquierda para despedirse también. Un momento que nunca olvidaría.

Fue un camino corto hasta la otra K Street siguiendo al policía. Algunos de los otros pasajeros alertaron cuando vieron el gran carro de Rafa. Había estado manejando dando vueltas buscándolos tras dejar a sus pasajeros en el hotel. Álvaro pitó para avisarle al policía que ya se había ubicado y de nuevo se despidió sacando su mano por la ventana. El policía levantó su mano y sin mirar atrás reviró su motor y se fue.

Rafa estaba feliz de verlos a todos de nuevo, su preocupación se había intensificado cada minuto. Los pasajeros estaban ansiosos de contarle de su aventura vespertina, el pánico que sintieron al perderlo de vista, su decisión de parar por comida y la joven mujer que puso a bailar a Álvaro. Hablaron impresionados de lo fácil que le fue parar al policía en la motocicleta levantando su mano. Por supuesto, no podían dejar de hablar sobre su prometedora llegada a Washington, enorgulleciéndose de la suerte que tuvieron de tener una escolta oficial para entrar a la ciudad. Rafa contó la misma historia desde su punto de vista, de su sorpresa al ver a Álvaro llegar por la K Street con una escolta policial. 

—Eso no le sucede a muchos visitantes de la capital de los Estados Unidos.

Martes 21 de abril de 1964 – Paseando por Washington, D.C.

Los ánimos se renovaron tras un buen descanso nocturno. Ya estaban a menos de 320 kilómetros de Nueva York, pues ya habían recorrido más de 1.600 kilómetros. Pero el buen sentimiento pronto fue truncado por una mañana húmeda y fría con una temperatura cercana a los 4ºC. El día se parecía a esos días lluviosos típicos de la altura de Bogotá. Álvaro se puso los dos sacos que había empacado y se puso su chaqueta encima.

Desde el hotel caminaron hacia la plaza Lafayette, luego por la Casa Blanca y hacia el National Mall. Contemplaron el Monumento a Washington mientras que gotas de lluvia caían en sus caras. Caminaron a lo largo del Estanque Reflectante hasta el Monumento a Lincoln. El viento, mientras caminaban afanadamente por la larga plaza al aire libre, era penetrante y doloroso. En el rellano superior, justo antes de las escaleras de mármol, Álvaro volteó a ver el Estante Reflectante, temblando de frío. Vio hacia el imponente Monumento a Washington y su reflejo en el agua. La vista lo asombró y lo dejó inmóvil. Todo era tan perfecto, limpio y brillante por la lluvia. Una hermosa geometría de piedras y céspedes primaverales decorados con el rosado de las últimas flores de cerezo, que afortunadamente habían llegado tarde ese año.

Martes 21 de abril de 1964 – De Washington a Nueva York

Todos estaban felices de estar de vuelta en un carro caliente tras haber visitado los majestuosos monumentos de la capital. Hablaron sobre cómo la muerte de JFK había estado presente en todos los lugares a los que fueron, como un paño mortuorio sobre la ciudad. 

Pronto, Baltimore, Delaware y luego Philadelphia habían quedado en el espejo retrovisor y el carro estaba rebosante de entusiasmo una vez llegaron a Nueva Jersey. El noveno estado, como les recordó el mismo pasajero. Faltaba uno más.

Cuando llegaron al punto de la carretera desde donde podía ver el edificio Empire State, iluminado y alzándose a lo lejos, la emoción que había detrás suyo le recordó a Álvaro lo que era manejar un carro lleno de niños ansiosos. Para la mayoría de los pasajeros, esta era su primera vez en Nueva York. Mientras se acercaban al río Hudson se asombraron por el número de calles que se intersecaban y llevaban un gran número de carros. Entraron al Túnel de Lincoln por tanto tiempo que uno de los pasajeros dijo que seguro era infinito. Otro dijo que esperaba que el túnel no tuviera goteras. Otro más añadió que todas esas baldosas hacían ver al túnel como el baño más grande del mundo. Luego sintieron algo en sus estómagos al comenzar a dejar las profundidades.

Cuando salieron llegaron al Lado Oeste. A Álvaro le quedaba difícil mirar a su alrededor, excepto cuando paraban en un semáforo, pero estaba poniendo atención a lo que los demás habían visto. Estaba en otro mundo, con edificios surgiendo por todas las calles, avisos de neón brillando desde todas partes y luces delanteras cegándolo desde todas las direcciones. Le dio la vuelta a la cuadra para llegar al New Yorker Hotel en la Calle 34 con Avenida Octava,. Su entrada principal estilo art deco brillaba de oro. Salió de la silla del conductor y puso su brazo derecho sobre la puerta para estirar sus piernas y dar un buen vistazo. "Qué chévere", se dijo. "Llegamos".

Pero la noche estaba lejos aún de acabarse para los conductores. Una de las personas que pasaban el invierno en el sur estaba esperando su Oldsmobile en Lakewood, Nueva Jersey, a más o menos una hora. Álvaro siguió a Rafa por el túnel. Sobrepasaron el límite de velocidad, esperando no ser parados. Volvieron al hotel en el Ford, exhaustos e irritables, justo antes de las 2 a.m.

Tras meterse a la cama, un incesante gemido de sirenas mantuvo despierto a Álvaro. Un vehículo de emergencia tras otro pasaba por la calle y sus ruidos llegaban hasta su habitación en el piso 19. Se preguntó cómo podía alguien dormir en una ciudad como Nueva York. No había paz. Justamente la noche anterior uno de los peores incendios del metro ardía bajo las calles de la ciudad. El incendio destruyó varios vagones del metro y obligó a cerrar la línea transbordadora de la Calle 42 por varios días y algunas rutas por varias semanas. Había equipos de emergencia llegando a la Avenida Octava 24 horas al día para restablecer el servicio tan pronto como fuera posible.

Miércoles 22 de abril de 1964 – La Feria Mundial

Los turistas, emocionados pero cansados, se reunieron en el lobby del hotel para viajar en metro por la línea IRT de Flushing. Viajaron por Queens en un tren elevado repleto de gente y que parecía ser parte del futuro. Cuando se bajaron en Willets Point, la rampa y la entrada a la feria estaban incluso más llenas que el tren. El clima era miserable, frío y lluvioso, por debajo de los 10ºC. Álvaro, de nuevo, tenía ambos sacos bajo su chaqueta para calentarse.

En la feria Álvaro estaba solo, era libre de dejarse cautivar por los pabellones que exhibían los últimos avances tecnológicos y los logros de la historia humana. Las multitudes y el frío no pudieron disminuir su entusiasmo y asombro al caminar por la feria. Llegó hasta un puente peatonal que cruzaba el Grand Central Parkway y llevaba al área de ciencia y viajes donde Ford, General Motors y Chrysler tenían grandes montajes. Era perfecto para un entusiasta de los carros como él. Cada parada traía una nueva revelación. Montó en el Magic Skyway, un viaje hecho dentro de un convertible Ford desde la era de los dinosaurios hasta la era espacial. Estaba la rueda de Chicago de Royal en forma de una llanta gigante; a su lado estaba un edificio cuyo domo se parecía a la superficie lunar. Había cohetes estadounidenses en posición de lanzamiento en el Parque Espacial de los Estados Unidos, una exhibición muy popular debido a que la carrera espacial entre el país y la Unión Soviética estaba en plena marcha.

A pesar del gran énfasis en el futuro, fue el Pabellón Vaticano, donde la Pietà de Miguel Ángel era exhibida, el que más lo impactó. Se paró frente a la escultura por un buen rato, esperando su turno de acercarse, mirándola intensamente entre la multitud de curiosos espectadores. La obra maestra lo asombró, sobrecogido por la imagen de un Cristo derrotado en el regazo de la Virgen María. No podía concebir cómo una mano humana había podido esculpir una representación tan hermosa y fiel. Nunca había visto algo tan noble e impresionante, tanto así que comenzó a llorar.

Pieta. Fuente: Michelangelo, CC BY-SA 3.0, vía Wikimedia Commons

23 al 28 de abril de 1964 – El viaje de vuelta

Solo la señora Clemencia acompañó a los conductores en el viaje de vuelta a Florida. Salieron el viernes. El camino de vuelta fue igual de largo, comenzando con un tramo difícil en medio de una tormenta torrencial casi hasta llegar a Washington. En un momento Álvaro estaba tan cansado de manejar que tuvo que parquear a un lado de la autopista y dejar manejar a Rafa. Ahora que tenían un solo carro y dos conductores, este era un nuevo lujo. Eventualmente llegaron a Miami, disfrutaron un día de descanso ahí y pasaron la noche en el hotel Fontainebleau antes de abordar un avión a Bogotá y volver a la vida real.

Epílogo

La maravilla de la Feria Mundial de 1964 nunca abandonó el alma de Álvaro. Las posibilidades del progreso humano y del futuro de los Estados Unidos parecían ilimitadas. El llamado de la trompeta sonaba cada vez más duro. Cuando volvió a Bogotá, Álvaro estaba más decidido. Un plan que alguna vez había parecido lejano ahora le parecía alcanzable. El escuchar las historias de sus pasajeros, que ya habían migrado a Florida, le ayudó a moldear sus ideas abstractas y convertirlas en pasos concretos. Si ellos habían tenido suficiente iniciativa para mudarse, estaba seguro de que él tenía aún más.

Le tomó un poco más de un año tras su regreso de la Feria Mundial para echar a andar su plan. En agosto de 1965, Álvaro fue a Nueva York y dejó a su esposa y sus hijos en la finca de su suegra. Veinte meses después nos reencontramos con él para comenzar nuestra nueva vida en Astoria, Queens. El parque de Flushing Meadows se convirtió en un destino usual de nuestros fines de semana. La Feria Mundial ya se había acabado hace tiempo. Los objetos que aún permanecían de ella estaban deteriorados y olvidados. Álvaro nos contaba historias de la fuente de la Unisfera, los cohetes, los pabellones de países, reconstruyendo las estructuras abandonadas y destruidas y devolviéndoles su brillo original con sus vívidos recuerdos de su visita en 1964. Cuando paseábamos por el lugar de la Feria Mundial con él, era como si flotáramos en la góndola del Sky Ride suizo y el horizonte se extendiera en todas las direcciones.

*Señora Clemencia es el pseudónimo de uno de los turistas que Álvaro recuerda mejor.

Traducción por Pablo Medina Uribe.


Mauricio Matiz escribe reflexiones (historias personales y poemas) que provienen de la ciudad de Nueva York, donde vive, muchas veces con la influencia de Bogotá, su ciudad natal. Síguelo en Twitter @AMauricioMatiz y lee más de su escritura en: medium.com/matiz.

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