La sobrecarga de una cuidadora

 

To read this story in English, click here.

No puedo verla de nuevo en cuidados intensivos

Me parece estar en piloto automático cuando busco el spray de alcanfor mentolado en mi cartera. Entro a hurtadillas a la habitación secreta de mi Abuela para buscarlo. En cada casa que ha vivido siempre ha tenido una habitación en la que guarda sus velas votivas, sus copas llenas de agua, sus platos de dulces y sus jarras de aceite de palma y de néctar. Sus altares.

Rocío el alcanfor dos veces. Inmediatamente el aire se llena de comodidad y el olor a bosque y menta impregna el aire.

Mojo un trapo con agua a temperatura ambiente y lentamente comienzo a refrescar su cara y su cuello. Sé que siente alivio cuando su llanto cesa. Me tomo un momento para reducir la temperatura del agua, esperando que de alguna manera su cuerpo entienda la pista. Doblo el trapo sobre su frente y cubro parcialmente sus ojos, una súplica desesperada pidiendo que pueda hacer una siesta vespertina.

En mi cabeza suena música.

Esto es ya casi rutinario. Abro el largo copito de esponja y lo remojo en el agua con hielo y uso la esponja para mojar la parte de adentro de su boca mientras ella intenta desesperadamente beber la humedad que pueda de la esponja.

Está deshidratada y la solución espesante que se les agrega a sus bebidas ya ha causado demasiados accidentes. Además, a esta mujer le encanta sacarse su sonda de alimentación mientras duerme.

Yo soy Ogún Balenyó
Y vengo de Los Olivos
a darle la mano al enfermo
y a levantar los caidos
Ay yo soy Ogún
Balenyó
Y vengo de allá
Balenyó
Ay Papá Candelo
Ay Papá Legbá
Anaísa Pie
Ay Belié Belcán?

El canto viene de mi boca, no estoy segura de cómo o cuándo, pero comencé a cantar una canción de alabanza que no le he escuchado cantar a ella desde que yo era una pequeña niña. Décadas. Comienzo a notar que mi canto es el único ruido en la habitación. Funciona, su llanto se ha calmado.

En ese momento deseo que mi madre vaya a consolarme. Me gustaría que me dijera que todo va a estar bien. De alguna manera me he convertido en la cuidadora de ambas, mi madre y mi abuela.

Siempre espero a que la Abuela se duerma antes de irme de su lado. Tomo su mano y le doy un beso de buenas noches. Canto las canciones que siempre me cantaba antes de dormirme cuando era niña. Las remezclo y les agrego nueva jerga en un intento por animarla y por esconder el miedo que tengo de que ella no esté aquí cuando vuelva al día siguiente. Mami siempre me lleva a casa cuando viene a visitar conmigo, a veces asumo que es demasiado difícil para ella ver a su madre tan cerca de la muerte. A veces Mami se toma unos días de descanso.

Es 1995 y Mami pasa sus noches y sus fines de semana en un segundo trabajo y terminando sus estudios de secundaria para asegurarle un mejor futuro a nuestra familia. Como se volverá costumbre, paso mi tiempo libre con la abuela. Algunas niñas pueden ser hijas de papi, yo puedo ser una niña de abuela.

Esta noche vamos de Dorchester a Charlestown. El viaje en carro es largo, hay tráfico y estoy sudando debajo de mi abrigo de invierno y la calefacción está prendida al máximo, pero la música está demasiado alta para que los adultos me escuchen quejarme. El conductor nos dice que estamos por llegar y, después de una curva cerrada por la Calle Bunker Hill, comenzamos a ver edificios gigantes de ladrillo rojo brillante. De repente, estamos rodeados por ellos. Todos se ven idénticos, excepto por los números blancos que identifican las puertas tras las que viven los residentes.

La Abuela va al frente y dice que esta es nuestra parada y yo salgo después de ella. Las dos seguimos el sonido de la música, debe haber una fiesta.

Entramos y pareciera que todo el mundo se apartara a un lado o al otro. Hay música sonando fuerte, conversaciones y mucha gente que grita:

“¡YA LLEGÓ! ¡YA ELLA LLEGÓ!” 

—¡Bienvenidas! —Nos saluda una mujer en la puerta. Se ve amable, más o menos de la edad de mi madre. Me pregunto si hay más niños con los que pueda jugar.

La mujer toma nuestros abrigos y los pone en un perchero de madera detrás nuestro.

La Abuela me da su cartera. Este es mi trabajo, el trabajo más importante que tengo a la avanzada edad de seis años: ¡soy la que sostiene la cartera! Me aseguro de que nada le suceda, lo que quiere decir que nunca le quitó los ojos de encima, ni la dejó tocar el suelo.

La mujer que vive en el apartamento se ofrece a llevarme a su habitación para que pueda ver televisión.

—Si quieres, puedes ir a mi habitación, no hay nadie allí, así que puedes ver televisión. 

—Por supuesto que no, aquí está bien conmigo —dice firmemente la Abuela, con una voz aún dulce. Ambas sabemos qué les pasa a las niñas pequeñas que se quedan solas detrás de una puerta cerrada.

Me senté en una silla en una esquina y una mujer mayor me ofreció cena, torta y todas las sodas que me pudiera imaginar. Fui tan amable como me era posible y siempre pedí soda de uva. Solo muchos años después me di cuenta de que éramos las huéspedes de honor, que todas esas personas estaban esperando nuestra llegada. Esas mujeres se estaban asegurando de que mi abuela y, por extensión, yo estuviéramos bien atendidas en esa reunión.

Miro a la Abuela de reojo mientras bebo de un vaso foam y mezo mis piernas sentada en una silla de plástico. La Abuela rápidamente saca su velo ceremonial, lo pone en su cabeza y se transforma en la curandera a la que la gente llama desde varios kilómetros de distancia. La Abuela encendió una de las velas en el altar ya desbordado en una esquina de la habitación. Lleno de canastas de frutas, ofrendas, arreglos florales y jarras llenas de néctar.

La Abuela se transforma mientras enciende su cigarro con una llama de la caja de fósforos antes de unirse a la multitud que canta una oración. Veo a Damaris la Curandera, que aprendió las tradiciones afroindígenas que sobrevivieron al comercio de esclavos transatlánticos y que heredó de su madrina. Durante varios años cargué su cartera, estudié sus transformaciones y esperé pacientemente a su lado mientras curaba espiritualmente a los heridos, enfermos e indispuestos en nuestra comunidad dominicana en los Estados Unidos.

*

Dos años antes de que la Abuela se enfermara, tenía un dolor en mi alma. No puedo escribirlo en palabras que existan en la lengua española, pero se sentía como si un campo de fuerza magnética se moviese y yo simplemente supiera que estaba en el lugar incorrecto. Encontré un reemplazo para mi departamento en Boston. Conseguí un trabajo de medio tiempo, recaudé fondos y dejé mi trabajo fijo con beneficios. 

A mis 26 años este es mi primer departamento viviendo sola. Es un diminuto estudio en San Juan de la Maguana, un pueblo rural en las montañas en el oeste de la Republica Dominicana donde trabajo por seis meses. Visito a mi familia extendida cuando tengo la oportunidad, aunque me tome cuatro horas en autobús. En las mañanas me hago café en mi greca y disfruto de una ducha tibia mientras el sol que brilla sobre el tinaco da algo más de calor. Todo el mundo en la isla se ve como yo, nadie pronuncia mal mi nombre como lo hacen en Boston. Esto se siente como mi hogar. 

Almuerzo antes de ir a mi trabajo de medio tiempo, a veces un par de pastelitos de huevos, a veces me hago avena.

Mi lugar favorito para ir a almorzar es la casa verde. El restaurante no tiene nombre, simplemente es la doña que cocina lo que sea que esté en el menú del día. Es conocido como la casa verde en el 27 de Febrero y, una vez que vende todo, cierra por el día. Me encanta cuando hace guandules. Compro en el mercado los lunes y los miércoles voy a karaoke en Movie Bar. Los jueves tienen bandas en vivo que toca perico ripiao en el Hotel Magua y bailo cada vez que puedo.

Los fines de semana exploro hasta que mis piernas y mi billetera ya no me dejan.

Hago una caminata de un día con un campesino de 19 años que cultiva guandules, desde Los Ingenitos a El Salto, un trayecto de ocho millas sin sendero. Viajo por playas de piedra donde los ríos desembocan en el océano, en Bahía de Las Águilas, un lugar único en la isla que permanece sin hoteles, resorts or atracciones para turistas. En el camino hago amigos y disfrutamos juntos el colmado, tomamos Brugal en el río Yaque. Comemos pescado frito, tostones y chenchén con chivo. Un viernes por la tarde Amaurys nos lleva al Corral de Los Indios, a solo tres millas de mi departamento. Caminamos para mirar lo que parece una configuración de rocas. 

—Este es un punto de encuentro histórico para los habitantes originarios de la isla. Están sentados al lado de la misma roca donde Anacaona se sentó —explica Amaury. 

Esta era la razón por la cual había venido aquí. Nunca había estado tan feliz, me sentía libre.

Sobre todo me acuerdo de la lana que me picaba alrededor del cuello. No puedo recordar qué hora era, todavía estaba oscuro afuera, en New England, podía ser la mañana o después del trabajo. Estamos parados frente a la puerta de nuestro departamento de una habitación en Lynn. Tengo apenas cuatro años, reconozco los departamentos por los muebles, este lugar tenía una mesa de cuero cerca de la puerta de entrada. Le tomaba 45 minutos manejar ida y vuelta a su trabajo en Boston cada día, pero era el lugar que podía pagar en ese momento. Sé que a veces pasábamos la noche en la casa de la Abuela, pero por los intercambios de drogas que ocurrían en el piso de abajo y la violencia que aumentaba, Mami decidió que nos mudaríamos. Mi madre hacía todo lo que podía para llevarnos a casa por las noches, a un lugar que fuera nuestro hogar.

Estoy incómoda mientras la lana roza mi piel. Tengo los guantes puestos mientras ella me cierra la campera de invierno con cuidado de no atrapar mi pelo enrulado. Miro a Mami y veo su mirada sobre mis botas negras sucias por el residuo de la sal, evidencia de la nieve afuera. 

—Mami está tomando una medicación nueva. Si me desmayo, toma el teléfono y llama al 911, ¿entendido? 

Puedo escuchar su voz tan clara como el agua. Una orden directa, mientras estoy enfundada en la campera cerrada al tope. Estoy sudando entre todas las capas. Inclinó la cabeza antes de que las palabras se escapen de mi boca: 

—Sí, ma.

Me pone mi gorro, mi gorro favorito de invierno, como si me pusiera la última pieza de mi  armadura. Estamos listas para salir. 

Esa es mi memoria más vieja.

*

Es febrero de 2019, tengo 28 años y me estoy preguntando cómo llegué a esto. ¿Cómo me convertí en la mensajera de malas noticias? 

Estoy parada en una esquina a la que llegué de alguna manera en el pasillo del quinto piso del Hospital de Mujeres de Brigham, saco mi celular y dejo salir un suspiro hondo. Empiezo por llamar a mi tía Jackie en Maryland, la mayor del clan. Llamo a mi madre, que me habla de forma corta. No es madrugadora.  

Luego llamo al hijo menor de mi abuela.

—Hola Genaro. —Mi tío es solo diez años mayor que yo, así que cuando éramos niños siempre lo sentí más como un hermano mayor. 

—¿Qué pasa RenRen? —Mi corazón se comprime. Sé que está recibiendo esta llamada desde el salón de la Abuela, sentado en su sofá esperando la noticia de su retorno. Empieza a llorar cuando le pido su permiso para intubar a su madre. Siento cómo su miedo transmite frecuencias entre nosotros. Me aseguro de darle algo de esperanza por el teléfono antes de colgar. 

Me deshago de la sensación de temor y llamo a mi tía Claribel. Es la hija menor de mi abuela, la que me desvío el viernes de mi rutina matutina antes del trabajo.

—Hola Titi, sus pulmones se están llenando de sangre rápidamente. Pueden intubarla y ponerla en cuidados intensivos por unos días o pueden asegurarse que esté cómoda hasta que fallezca. 

—Sí, eso fue lo que me informó el doctor. ¿Qué han decidido los demás? 

—Todos prefieren cuidados intensivos.

—Ok.

De pronto se ha ido. Los dominicanos son famosos por colgar el teléfono sin despedirse.

*

Doy la vuelta en una esquina entre las paredes higienizadas del hospital y entro en el cuarto pequeño donde fue admitida mi abuela de 69 años hace unos días. Está lúcida. 

“No puedo respirar...

Me voy a morir...

Me voy a morir...

Está llorando, rogando por su vida. Nunca la había visto llorar antes. 

—Abuela, tú no te vas a morir. Los médicos te van a cuidar y yo estoy aquí contigo. 

La tengo de la mano mientras traduzco exactamente lo que los doctores me explican. No tenemos tiempo para esperar a un traductor médico, estamos trabajando contra el reloj. 

—Tus pulmones no están funcionando. Vamos a bajar al salón de cirugía, te van a dormir e intubar. Tú eres dura, nos vemos en un par de días. Te adoro.

—Yo te adoro mi corazón.

Le apretó la mano fuerte esperando reconfortarla. 

—¿Y mi caltera?

—Aquí la tengo.

Me aferro a su cartera y a sus pertenencias mientras ruedan su camilla de hospital rápidamente hacia el ascensor de hierro para bajar al piso de operaciones. De alguna forma salgo del aturdimiento y veo que toda la conmoción ha terminado y que en el ascensor estamos solo nosotras y la enfermera de la sala de operaciones. Le explico una vez más cómo va a ser la operación, le digo que no tenga miedo y que voy a estar ahí cuando se despierte.  

—Te quiero.

I love you too —me responde en el inglés quebrado que ha aprendido después de 40 años en Estados Unidos. No lo querría de otra forma. 

—Te quiero más —le susurro, abrazando su cartera. 

Veo la distancia crecer mientras la mueven más allá de los avisos que prohíben la entrada, sin saber cuánto tiempo será hasta que vuelva a casa, antes de que podamos estar completos de nuevo. 

*

Ya es primavera y las paredes blancuzcas se han vuelto demasiado familiares. El Hospital de Mujeres Brigham ha sido mi nueva casa en los últimos cuatro meses. El olor del jabón desinfectante de alguna forma se ha vuelto reconfortante mientras flota por los pasillos. Sé qué tipo de día vamos a tener dependiendo de los decibeles a los que llegan sus gritos mientras delira. La septicemia se ha apoderado de su cuerpo y, aunque mi abuela pelea contra la infección valientemente, su mente está en otra parte. En los peores días se le escucha desde el ascensor. Grita en agonía: “¡Mamá! ¡Mamá!”. Pide ser consolada por su madre…  O eso pensaba durante la primera semana hasta que Mami me cuenta durante una cena en la cafetería que mi abuela fue criada por su abuela. Sus llantos no son por la mujer a la que llama Mamá y que yo nunca tuve la oportunidad de conocer. 

Somos una familia de mujeres heridas. Buscamos el consuelo de nuestras madres cuando más lo necesitamos sabiendo que no vendrán. Camino rápido, sabiendo que su delirio ha aumentado. Los doctores descubrieron que mi abuela ha desarrollado una infección por estafilococo. Tiene fiebre y la infección se ha apoderado de ella.  

*

Cada mañana después de mi viaje me despierto y me arrepiento de haber comprado un vuelo de regreso a Boston. Tenía mucho miedo de dejar el nido por demasiado tiempo. Tenía mucho miedo de que alguien necesitara mi ayuda. Mucho miedo de que algo malo ocurra. Estuve cuatro meses al lado de la cama de la Abuela hasta que se repuso. Afortunadamente pudo volver a casa. Por años me pregunté la razón por la que me llamaron justamente a mí para estar con la Abuela, cuando ella tenía tres hijos adultos. Pero me di cuenta de lo que venían en mi. Yo era la que tenía más experiencia. Con Mami enferma la mayoría de mi vida, supusieron que yo podía aguantarlo y que sería la mejor para el trabajo. Para ellos, yo era la adulta más preparada para la situación. 

Mientras estaba aislada y en cuarentena con Mami esperando por la vacuna de COVID-19, estaba doblando ropa limpia cuando tuve una epifanía. Mi hermana menor de veinte años había dejado la cuarentena hace meses. 

—Las quiero pero no puedo estar más tiempo encerrada.

Ese fue el momento en el que me di cuenta de cómo me había sentido por décadas: tensa, ansiosa, intentando mantener el control. Exactamente como durante la pandemia. Siendo cuidadora, aprendí desde joven a anticipar las necesidades de los demás. Pero cuidando todas nuestras heridas simultáneamente, ¿podría sanar alguna de ellas?


Renata Caines es una cuir negra dominicana-estadounidense de Boston. Ella es una organizadora comunitaria y educadora, y se inspira en el poder del pueblo. Actualmente es la propietaria y directora de contrataciones del Boston Garden Dispensary, que se une la equidad y la justicia restaurativa con el cannabis en el Mancomunidad de Massachusetts (USA).

Renata Caines se graduó de la Universidad del Nordeste con una licenciatura en Sociología y Movimientos Sociales.

Previous
Previous

De Panamá a la pandemia: una vida de austeridad

Next
Next

Los gallos de La Corona