Los gallos de La Corona

 
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1.

Desde que empezó la pandemia, he pasado una noche a la semana al lado de una finca en la que viven algunas gallinas y más de sesenta gallos, casi salvajes, que nadie se come ni vende y que cantan a cualquier hora de la noche. Al principio no eran sesenta gallos: se reprodujeron sin que nadie se enterara, por inercia, hasta volverse una plaga, dicen, que acaba con la vegetación y que podría invadir bosques u otros terrenos. ¿Ya lo ha hecho? 

Estos gallos viven sueltos y dispersos en un potrero. Sus cantos se escuchan en varios puntos que a veces se desplazan, lo que produce cierto efecto sonoro que Ligia, la dueña de la finca, califica como “bellísimo”, contra cualquier dictamen del sentido común y especialmente en contra de los reclamos furiosos de los vecinos. Sin embargo, en medio de las noches de insomnio sí he podido identificar algunos detalles peculiares de los cantos: 

i. Varios gallos (muchos, en realidad) cantan al unísono, aunque desafinados, con la típica melodía del canto del gallo que, a mí, en lo personal, no se me parece a la onomatopeya “kikirikí”.

ii. Un gallo o algunos pocos gallos cantan y, después de un lapso de silencio (que a veces es tan largo que uno cree que ya se van a quedar callados), otro gallo o grupo de gallos les responden. Acá la melodía del canto varía y da la impresión, por lo menos a mí me la ha dado, de que están improvisando. 

iii. Un gallo o algunos pocos gallos cantan de manera más simple que en i y ii, con un sonido largo que se apaga y vuelve a empezar después de dos segundos y, al parecer, corren, porque se escucha como si la fuente del sonido se moviera y dejara una estela.

iv. Un solo y único gallo canta, solitario, toda la noche.

Ligia ha organizado varias cacerías de gallos, presionada por sus vecinos, con la condición de que se lleven a los animales vivos. Pero no es fácil: los gallos son ágiles, veloces y paranoicos. Las gallinas tienen mayor acogida en la comunidad, quizás porque ponen huevos y tienen más carne, aunque nadie se come los huevos ni la carne de esas gallinas. Ligia no lo promueve y, la verdad, casi nadie quiere hacerlo. En realidad, las gallinas tienen más acogida porque no hacen tanto ruido.

Solamente los 17 perros que también habitan en la hacienda La Corona se comen los huevos que ponen las gallinas, cuando los encuentran escondidos debajo de alguna mata. Ligia dice que es un espectáculo ver a los perros comerse los huevos, porque lo hacen con elegancia. Ella lo describe así: los perros agarran los huevos con las patas delanteras, los perforan con un colmillo y, luego, succionan la clara y la yema. Uno pensaría, con esa descripción, que luego se limpian la trompa con una servilleta. 

El depredador más habitual de los gallos y las gallinas son las chuchas, o zarigüeyas, pero estas no se acercan a la finca porque hay 17 perros (más siete caballos, cinco vacas, un número indeterminado de patos, etc., que no son explotados de ninguna manera). Pocas veces, algunos perros persiguen a las gallinas y las cazan, pero ni siquiera las matan porque son cazadores inexpertos, así que Ferley, el mayordomo de La Corona, o el primero que pase por ahí, les tiene que voltear el pescuezo para evitarles la agonía. 

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Un día el primero que pasó fui yo. Estaba trotando en el potrero cuando un perro atacó a una gallina y la dejó muy herida, moribunda. No se paraba del piso. La mejor opción era matarla, pensé, y me tocaba hacerlo a mí porque no había nadie cerca. Se supone que eso no debería ser lo primero que uno piensa. A mí se me ocurrió esa opción porque creía recordar haber matado un par de gallinas alguna vez, cuando mi familia tuvo la no tan grandiosa idea de hacer un pequeño gallinero en la finca para venderle pollos a los conocidos. En esa época quise aprender a matar pollos, quizás, motivado por una curiosidad perversa. 

Pero no recordaba la violencia que requiere matar una gallina. Usted se tiene que enfrentar, cara a cara, ejerciendo presión contra una fuerza vital que se resiste a desaparecer. Esa fuerza es un impulso simple, intenso y unidireccional, ante el cual usted no puede ceder, a pesar de todas las muestras de sufrimiento y oposición del animal. La misma violencia hay que ejercerla contra uno mismo: hubo un momento en el que me sentí incapaz de terminar de matar a la gallina, me resistía, entonces me convencí de que, entre más vacilaba, la situación era peor para ella, que ya casi ni respiraba, y me obligué a terminar lo que había empezado. 

2.

Ustedes se han estado preguntando por qué no se mueren de hambre los gallos y las gallinas de La Corona. Porque Ligia, a pesar de que se quiere deshacer de ellos, según dice, los alimenta con la misma disciplina que a los perros, las vacas, los caballos, los patos, los gansos y, próximamente, las loras rescatadas. Ninguno de estos animales produce ganancias, al contrario, todos traen gastos que casi nadie puede ni quiere pagar: Ligia ha recibido en adopción a la mayoría, porque tiene una fundación, Dignidad y Defensa Animal, que realmente parece un santuario de animales maltratados en Santander de Quilichao, un municipio con una zona rural muy extensa ubicado en el departamento del Cauca, en el suroccidente de Colombia.

Ligia cuenta que cuando llegó a vivir a La Corona¹, el mayordomo saliente le vendió unos cuantos gallos de pelea. Además, ella se quedó con unas pocas gallinas que ya estaban en la finca. 

Así me describió el origen de las gallinas:

—¿Tú sabías que los gallos eran de pelea? —le pregunté a Ligia.

—Pues, sí, claro, pero eran gallos. Gallos son gallos. Él tenía los gallos sueltos y cuando se fue me los vendió. Eso es todo. Luego compré a Marilyn y compré a las que estaban aquí, que eran unas gallinitas lindas. 

—Me imagino que no te gustan las peleas de gallos.

—No, pues, claro que no me gustan para nada. Él me decía que eso era del pasado, que esos eran los gallitos que le habían quedado. Entonces, esos gallitos que habían quedado, que son bien feos [me gustaría que el lector lea estas dos palabras con el acento muy marcado en las primeras vocales que le puso Ligia en la conversación conmigo: “biiien feeeos”], se casaron con mis pobres gallinas que estaban acá. Y esto se ha vuelto la locura. A mí me gustan salvajes: yo no creo en encerrar a los animales. Eso es parte del problema. Si yo hubiera encerrado a Marilyn y a la otra roja, en un encierro muy lindo, con Bruster, no hubiera habido este problema. 

No es un misterio por qué se salió de control la población de gallos y gallinas. Estas aves se aparean con facilidad y rapidez, más aún si están bien alimentadas y libres. El gallo asume la típica actitud altiva y camina (danza) alrededor de la gallina. Luego, el gallo se le monta y deposita el esperma en la cloaca² de la gallina, a través de su propio órgano sexual, también llamado cloaca.³ Los gallos pueden aparearse hasta 30 veces en un solo día. Al parecer, lo hacen con un grupo reducido de gallinas. Las gallinas pueden poner un huevo diario, que no siempre está fecundado. 

Inicialmente pensé que el hecho de que nadie haya detenido la procreación de gallos y gallinas era un sometimiento ante una fuerza natural más grande: el instinto reproductivo libre y silvestre de las aves. Esto me recordó cómo la revista Huellas planteó el tema de esta edición, la inercia, definida como “una resistencia al cambio, ya sea física, cognitiva, espiritual o existencial” que implica “someterse a fuerzas más grandes que ejercen su presión”.

Suponía también que este sometimiento estaba motivado por una resistencia al cambio. Sin embargo, vi un antagonismo explícito entre la supuesta inercia ante la sobrepoblación de gallos y gallinas y el trabajo de la Fundación Dignidad y Defensa Animal, que lidera Ligia: una de las iniciativas más fuertes de la fundación es apoyar la esterilización de perros y gatos que organiza la alcaldía de Santander de Quilichao, precisamente para evitar la sobrepoblación de estos animales. Para recoger fondos, los voluntarios rifan un cuadro cuyo ganador lo vuelve a donar a la fundación y, luego, la fundación lo vuelve a rifar y así otra vez, hasta no sé cuándo.

Los voluntarios de la fundación llevan animales que han sufrido lesiones graves, como la pérdida de alguna de sus extremidades, a los colegios, para mostrarles a los niños y a las niñas las consecuencias del maltrato. Algunos colegios solo han aceptado esta labor después de que la fundación ha probado la inocuidad de sus enseñanzas frente a ciertos intereses, o “fuerzas más grandes que ejercen su presión”, como las del negocio de la minería ilegal. En alguna ocasión, de hecho, a la fundación le mandaron a decir que le “bajara el tono” a los videos que presentaban en las jornadas acerca de los desastres ambientales de la minería.

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La mano derecha de Ligia en la fundación es Ángela, una mujer apodada “el ángel de los animales”. Ángela ha recogido animales desde antes de que se creara Dignidad y Defensa Animal. Ella vivió en Francia un tiempo, donde trabajó como aseadora y adoptó un perro. Cuando volvió a Santander de Quilichao, empezó a rescatar animales y alcanzó a tener 24 perros en su propia casa. Ángela cura a los animales y hace visitas en los casos de maltrato físico y sexual. Ella es la encargada de las vías de hecho, porque no tiene ningún problema en tumbar la puerta de una casa para sacar un perro que han dejado sin agua y sin comida.  

Por supuesto, esto le ha traído problemas, como ocurrió la vez que le quitó un bull terrier a un tipo que lo tenía amarrado en una terraza aguantando sol y lluvia. 

—Cuando los vecinos me llamaron y yo me subí a la plancha, la perra se estaba comiendo las heces y no tenía ni agua ni comida —dice Ángela—. Entonces, el tipo me desafió y yo llamé a la policía. Lo mismo, los policías se quedaron abajo, pero no entraron porque dizque los pueden demandar. Yo le quité la perra a ese tipo. Estaba recién parida. Pero el tipo le quitó los perritos y me amenazó. Así me han amenazado varias veces. Gracias a Dios, entro a calmar la situación. Luego, hablo con esa persona. Le digo, "mire, yo lo hago es por el animal, ellos también sienten". Trato de concientizar a esa persona, para no tener enemigos. Hoy en día, pues acá en Colombia, no paga tener enemigos, porque inmediatamente lo mandan a matar a uno. Si yo voy a ir arriba a donde los indígenas, le pido permiso al resguardo y voy. Acá en Santander hay indígenas, negros, blancos, mestizos, pero también hay guerrilla, paras, delincuencia y de todo. 

Ángela se salva en estas situaciones, en parte, porque es prima o amiga de más de la mitad de la gente de Santander de Quilichao. Ella complementa o acompaña las labores policiales, que considera insuficientes. Mezcla la fuerza con una especie de proceso de negociación, que no siempre funciona, basado exclusivamente en su carisma: 

—Cuando veo un maltrato, me gustaría coger a la persona y hacerle lo mismo. Pero, pues, tenemos que controlarnos y entrar a dialogar y mordernos los labios y no decir nada, para salvar el animal. Muchas veces hemos bajado la cabeza y nos hemos humillado, solamente por salvar ese animal, para que nos lo entreguen por las buenas. 

Ángela me contó de un caso crítico. Una pareja tenía un pitbull. Un día, el esposo llegó a agredir a la esposa y el pitbull lo atacó a él, entonces el tipo apuñaló al perro.

—Según el abogado —dice Ángela—, si no meten a la cárcel a un tipo que apuñala a una persona, menos van a meter a alguien que apuñala a un animal. 

La fundación da en adopción a los animales que no se le pueden devolver a la persona que los tenía antes, porque hay maltrato físico o sexual. Así fue que Ángela adoptó una perra, Esperanza, que no podía caminar porque un señor la maltrataba y le tuvieron que poner una especie de prótesis con llantas.⁴ Así también han llegado muchos de los animales a La Corona, incluido un caballo con la pata torcida que alguien encontró deambulando por la calle. 

Otro gran problema que enfrentan los animales en Santander de Quilichao es la pirotecnia. En ese pueblo, por una razón que desconozco, queman pólvora todos los días y todas las noches. No exagero. Los perros le temen al sonido de la pólvora y algunos se alborotan tanto que, en Quilichao, por la cercanía a los cultivos de marihuana del norte del Cauca, se ha puesto de moda darles gotas de marihuana para tranquilizarlos. 

En diciembre, el asunto de la pólvora en todo Colombia se sale de control y en Quilichao, aún más. Dignidad y Defensa Animal ha apoyado algunas jornadas para concientizar a los jóvenes del sufrimiento que les causa a los animales el ruido de las explosiones, pero lamentablemente estas jornadas tienen poco impacto en la fascinación de la gente por la pólvora, que en algunas personas no se limita a las papeletas, los totes y los tacos, sino que se extiende a las balas, las granadas y los tatucos (o cilindros bomba). 

Tengo un ejemplo: en una de las noches que pasé en Quilichao escuché unos ruidos que, en medio de mi somnolencia, parecían causados por pólvora recreativa. Al siguiente día, en el desayuno, Consuelo, la persona que prepara la comida en la casa donde me quedo a dormir, me aseguró que eso había sido un disparo. No quise creerle, porque ella tiene fama de exagerada. Pero, al rato, nos enteramos de que sí había sido un disparo. De hecho, habían matado a un primo de Ángela, lo que no es inverosímil, pues como ya dije ella es familiar de mucha gente en Santander. También escuché, otra noche, la explosión de una granada en la misma cuadra de la casa donde me quedo y, otro día, un atentado con explosivos a una ladrillera que sonó como un rugido.

La vida cotidiana transcurre en Quilichao, casi siempre con absoluta normalidad, en medio de una violencia latente que a veces se manifiesta y se vuelve a replegar con rapidez hacia el estado de inercia. 

Cierta vez Ligia y Ángela fueron a un barrio, con permiso de la banda que “maneja” el barrio, a repartir alimento para perros y gatos con un grupo de seis niños, entre 14 y 16 años, que cumplían con sus actividades de servicio social. Se sentían confiadas, porque Ángela suele ir a ese barrio a ayudar a curar unos pitbulls, entonces ya la conoce la gente. Pero Ligia cometió un error que ella misma reconoce: le echó comida a un perro sin pensar que uno de los pitbulls lo atacaría para quitársela. 

Se armaron dos peleas simultáneas: la de los perros y la de los dueños de los perros, que sacaron pistola y cuchillo y trajeron refuerzos. El dueño de uno de los perros es un joven encapuchado que pertenece a una banda y el dueño del otro perro es otro joven encapuchado que pertenece a otra banda o, mejor dicho, a la otra banda. Ángela intentó hablar con el joven del pitbull y Ligia con el otro. Pero, mientras tanto, alguien llamó a la policía, lo que complicó la situación, porque es algo típico de los pandilleros que no quieran ver a la policía. Ángela y Ligia obviamente negaron haber llamado a la policía. No lo hicieron.

Llegaron los policías y Ligia les pidió que se fueran, pero ellos no le hicieron caso. Más bien, le pidieron que se subiera al carro con el grupo de niños que apoyaba el trabajo de la fundación para sacarlos a todos de ahí. Bajaron del barrio, que queda en una loma, y los policías regañaron a Ligia por haber ido hasta allá. 

3. 

La preocupación de Ángela y Ligia por el cuidado de los animales no se limita a los perros y los gatos. El origen del problema de los gallos y las gallinas es que Ligia considera que estas aves tienen derecho a vivir libres donde ellas quieran. Sin embargo, Ángela y Ligia, al igual que muchos de nosotros, comen carne. ¿Eso contradice los principios de la dignidad y la defensa animal? Es lo que piensan muchos animalistas de Santander de Quilichao, que son críticos con ellas: para ser un verdadero animalista, hay que ver a los animales como hermanos y uno no se come a los hermanos, idealmente. De todas formas, no deja de ser paradójico que Ligia y Ángela coman carne, y no la carne de los animales que tienen cerca: las vacas que cuidan o las gallinas que pasean por el potrero. En ellas es evidente el ocultamiento que hacemos muchos comedores de carne: olvidar qué es lo que estamos comiendo o, por lo menos, cuál es su origen. Y para lograr ese olvido no es útil poner en el plato a la mascota, aunque la mascota sea una gallina.

Ángela dice que ella intentó ser vegetariana, pero no lo logró: duró tres meses y no pudo, según ella, porque somos animales muy acostumbrados a comer carne. Ahora trata de comer poca carne, aunque le parece dificilísimo. Los animalistas que la critican tienen razón, dice. De todas formas, promulga que los animales que nos comemos deben ser respetados, en la medida de lo posible, y deben poder vivir en buenas condiciones. Pero algunos dirán que lo dice para limpiar su consciencia.

Que nadie se coma ni mate ni encierre a las gallinas ha creado una paradoja. Una noche, en la cacería, cuando yo comenté que en realidad eran muchos gallos viviendo sueltos por ahí, uno de los participantes hizo el chiste, tal cual: 

—Ah, pues, que los esterilicen —como a los perros y los gatos. 

Lo absurdo es que Ligia me dijo que realmente había considerado esa posibilidad. 

—Le pregunté al doctor Diego, el otro día, y me miró como tú me estás mirando: "está vieja está loca". ¡Más o menos! ¿Pero qué hacemos? Y entonces me dijo: "a veces en el agua se les puede poner una pastilla". No, pero queda todo el mundo esterilizado porque hasta los pajaritos toman de esa agua, entonces esa no es una opción. Pero, por el otro lado, en Miami, en la zona de Key Biscayne, creo, donde vive Luz Helena [una prima de Ligia], hay gallos por todas partes. Tú los ves en la mitad de las carreteras. La gente les tira comida. Allá son famosos por los gallos. Pues tengo que averiguar si a ellos los esterilizan, porque a mí me ha ido muy mal. Se reproducen y, además, salen horrorosos esos gallos. 

Entonces, tuve que hacer la pregunta que todos estamos esperando:

—Bueno, ¿por qué los gallos son un problema acá?

—Porque mis vecinos se quejan de que hacen "kikirikí" [hay que leer esta última palabra con un canto al final que simula y mejora la entonación de un gallo, seguido de una risa]. ¿Por qué son problemáticos? En este momento me cuesta mucho el alimento de esos animales. A mí me parece cruel dejarlos sin comida, porque son animales que han sido “domesticados”. Pero los de Miami no se mueren de hambre. Ellos tienen que aprender a comer cositas, por eso viven en el guadual, viven a la orilla del río. ¿Realmente cuál es el problema de ellos? Muy dañinos no son. Sí dañan un poquito los árboles. Mira ese árbol, como lo tienen, por ejemplo. Todo lo van secando. 

Miro el árbol que Ligia señala y compruebo que no tiene casi hojas y está seco. Le recuerdo a Ligia que hace poco se cayó uno de los árboles de la orilla del río (lo que fue un gran problema, porque le dañó la pared a una casa y quedó tendido sobre el río, por lo que había peligro de que lo represara) y le pregunto, quizás tontamente porque lo más probable es que ambas cosas no tengan ninguna relación, si las gallinas habrán tenido que ver con ese incidente. Ligia, entonces, me mira queriéndome decir que mejor que no le recuerde la caída de ese árbol. 

—Acá hay muchos árboles sanos —dice.

Para Ligia, los gallos y las gallinas hacen parte de la naturaleza, del “ecosistema”, o sea de La Corona, y eso parece ser un argumento suficiente para justificar su presencia allí. Sin embargo, reconoce que hay demasiados, por eso ha organizado las cacerías, a regañadientes, con una condición clara:

—No me cuenten qué van a hacer con ellas, no quiero saber.  

Nos encontramos un viernes a las 7:00 p.m afuera de la casa donde vive Ferley, el mayordomo de La Corona, Darío, el cazador experto; un amigo de Darío que se iba a quedar con los gallos y gallinas que capturáramos; Ferley, que dirigía la operación; Gabriela, que manejaba la grabadora de voz; y el que les habla. El equipamiento eran dos linternas, una escalera y una estopa, o costal.  

La táctica consiste en subirse al árbol donde duermen los gallos y las gallinas. Es más fácil si uno utiliza la escalera y si mide más o menos un metro con noventa, como Darío. Luego, hay que agarrar al animal muy disimuladamente, halarlo y meterlo en la estopa. Esta práctica exige una mezcla de sutileza y determinación, dos características difíciles de lograr al mismo tiempo, porque al animal hay que agarrarlo sin que se dé cuenta, pero con la suficiente fuerza como para que no se pueda escapar. Uno debe estar preparado, porque al sentirse apretado, el animal se empieza a mover, entonces uno se asusta y lo suelta, como me pasó a mí.  

La cacería se hace por la noche, porque a esa hora las gallinas están dormidas. Entre menos luz haya, mejor. Las linternas solamente se utilizan para encontrar a la presa y, luego, se deben apagar. Una de mis primeras labores fue alumbrar. Si me demoraba una centésima de segundo de más en apagar la linterna, venía Ferley a decirme que lo hiciera. El primero en subirse a la escalera fue Darío, el centro delantero y líder natural indiscutible del equipo. Cuando él dijo “listo”, apagamos las linternas y nos quedamos en silencio. 

 
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Esto era imposible de ver en la oscuridad, pero puedo imaginarlo: Darío agarró disimuladamente al ave (hasta ese momento no sabíamos si era gallina o gallo) y el ave empezó a llorar o a gemir, no sé cuál es el verbo más adecuado. El sonido se parecía al tipo iii que identifico al principio de este artículo. Luego, Darío se bajó de la escalera y echó la gallina en la estopa. En ese momento, dijeron con mucha convicción que era una gallina. 

No todos los intentos fueron así de exitosos. Sucedía también que el ave se lograba escapar y salía corriendo por el potrero y todos los que estábamos en tierra firme corríamos detrás de ella, en la oscuridad, esquivando palos y piedras. Darío se bajaba rápido de la escalera y también arrancaba a correr. Era el que más pique tenía (o sea, el que más velocidad podía alcanzar en distancias cortas por la potencia de sus piernas), pero se cansaba pronto, decía. Pero pronto en comparación con Kenenisa Bekele o Eliud Kipchoge, corredores de larga distancia de Etiopía y Kenia, respectivamente.

En una de tantas persecuciones, Darío corrió a toda velocidad y, al ver que el animal se le escapaba, saltó y se desplegó en el aire como una red y, luego, aterrizó encima de unas piedras y atrapó a la gallina. Volvió a donde nosotros estábamos, sobándose las rodillas con una mano y con la otra sosteniendo la gallina, y nos dijo: “como Óscar Córdoba”, el arquero de la Selección Colombia de Fútbol de la década de los noventa. Alguien le preguntó a Darío si le había pasado algo y él respondió con su frase: “maneje la tranquilidad”. 

A otro pollo lo perseguimos hasta la entrada de la finca, pero logró salir y se fue corriendo por una calle del pueblo. Decidimos darlo por perdido. "Seguramente alguien se queda con él", dije. Pero Darío dijo que no: “ahorita la gente está asustada con ese pollo. Más de uno es capaz de matarlo pensando que es algo malo, una bruja o algo así”. 

Al final, Ligia nos preguntó cuántos gallos habíamos cogido. El amigo de Darío dijo que 20, Ferley, 15 y Gabriela, 12. Digamos que fueron 15,666. “Entonces tenemos que esperar unos días más para repetir la cacería, porque ahora las gallinas quedaron asustadas”, dijo Ligia. Se notaba que no le parecía suficiente el número y que, de hecho, le parecía que esas cacerías no tenían ningún sentido. Supuestamente, en la sesión anterior habían atrapado 22 gallinas (o pollos), pero había pasado tanto tiempo que lo más probable es que ya hubiera más de 22 aves nuevas. El ruido de los gallos disminuyó en las siguientes noches, pero poco, según los vecinos de La Corona, entre los que me incluyo. 

Ligia me contó que iban a hacer la cacería y le pedí que me invitara. Consideré que el propósito de reducir la población de gallos estaba justificado, porque se estaban convirtiendo en una molestia, y me pareció que podría ser divertido (lo fue) participar en el espectáculo de perseguir gallos por un potrero para meterlos en un costal. Pero se supone que eso no me debería parecer justificado ni mucho menos divertido. Después de todo, los problemas que causan los gallos son problemas menores, no son los hipopótamos de la Hacienda Nápoles⁵, creo. Además, una fuente que no puedo revelar me contó que hay personas interesadas en comprar los gallos capturados en la cacería para meterlos a las peleas.⁶

Precisamente, este asunto de los animales resalta la discrepancia, común en todos los aspectos de la vida, entre lo que pensamos o sentimos y lo que se supone que deberíamos pensar o sentir. Se supone que Ángela y Ligia, como animalistas, no deberían pensar que está bien comer animales, en ningún caso, pero sí lo piensan y la prueba es que se los comen con placer. Se supone que Ligia debería pensar que está bien mantener bajo control a la población de sus mascotas, pero ya sabemos que piensa lo contrario, por lo menos en el caso de las gallinas, porque le gustan las aves libres y las aves libres se reproducen sin control (¿estamos seguros de que Ligia, secretamente, no desearía que sus 17 perros se reprodujeran también sin control, si no fuera porque, primero, ya están esterilizados y, segundo, porque eso le traería un problema terrible que ella no está dispuesta a enfrentar: los perros se escaparían al oler una perra en celo y, quizás, no volverían a La Corona?).

El maltrato de los animales (incluyo acá el maltrato que sufren muchos de los animales explotados por la industria de alimentos) es también uno de esos temas que sería mejor evitar, como la violencia en Quilichao: cada tanto retumba y sale a la luz y cuanto antes se vuelva a esconder mejor para la mayoría de los que quedan. Sin embargo, Ángela y Ligia señalan hacia allá, porque inevitablemente este asunto de los gallos y La Corona y Quilichao y la pólvora y Dignidad y Defensa Animal es uno de esos temas, o vértices, en los que se encuentran las violencias de toda clase. 


Notas al pie

¹Ligia llegó a vivir hace ocho años a La Corona, una hacienda colonial de la que ya solamente queda la casa y un potrero no muy grande, con su esposo (que ya murió), su hijo y sus 10 perros, que mandaron en un camión desde Ecuador, donde vivían antes. De esos perros aún viven cinco, pero ahora Ligia tiene 17 en total. 

²La cloaca es una especie de bolsa que se abre para recibir el esperma.

³La cloaca es una especie de pene en desarrollo que parece una bolsa que se abre para soltar el esperma.

⁴Esperanza murió mientras escribía este artículo.

⁵La Hacienda Nápoles es una finca cercana al río Magdalena, que perteneció a Pablo Escobar. Allí, el narcotraficante tuvo un zoológico al que trajo cuatro hipopótamos, un macho y tres hembras, que se reprodujeron sin que nadie se enterara, por inercia, hasta volverse una plaga. Dicen que ponen en riesgo a las otras especies, incluidos los humanos. Ahora nadie sabe qué hacer con ellos, porque la mayoría de los expertos creen que lo mejor es matarlos, pero hay muchos activistas y personas de la comunidad que se oponen. Parece que hoy en día hay aproximadamente 100 hipopótamos sueltos y libres en la cuenca del río Magdalena. 

⁶Debo decir que no tenía esta información cuando participé en la cacería y que Ligia tampoco. Ella va a ser la más sorprendida con esta primicia porque se imagina que, en el peor de los casos, los gallos y las gallinas van a terminar en una olla de sancocho. 


Pablo Aristizábal nació en Manizales, Colombia en 1992. Es filósofo y magíster en filosofía de la Universidad Javeriana de Bogotá D.C. Codirigió durante 4 años El Alacrán, una publicación impresa de textos de ficción y de no ficción. Ha trabajado como editor de textos académicos.

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