De Panamá a la pandemia: una vida de austeridad

 
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En marzo de 2020 llegó la pandemia, Estados Unidos cerró y yo suspiré aliviado. Mi mamá por fin podía renunciar a su trabajo como empleada de almacén en Walmart, donde trabajaba en el norte del estado de Nueva York. Ella parecía tan asustada como yo, especialmente por ser asmática a su edad. Y, aunque ella había estado ignorando mis intentos de hacer que renunciara, yo pensaba esto por fin le daría la oportunidad de retirarse con gracia luego de veinte años de carrera. Llegué a la charla con una confianza nueva. Ya no le iba a preguntar "si" se iba a retirar. La iba a preguntar "qué día de la próxima semana se iba a retirar".

Estaba tratando de convencerla de renunciar desde que empecé a sentir que su salud empeoraba. Pero asumí que, todos los días, a las cinco de la mañana, ella se despertaba para su turno, se encogía de hombros y pensaba: ¿por qué no? Después de todos estos años, ¿qué es uno más? Traté de retar su ritmo, su infinita inercia, su inmutable horario de trabajo, pero en cada oportunidad desdeñaba mis argumentos, segura de que yo era muy inocente para entender.

—Tengo que seguir trabajando —me decía cortante. 

Ella había redoblado su defensa incluso después de admitir, en un viaje de acampada con mi papá, que se había desmayado. Un día, la encontré temblando encima de un banquillo mientras intentaba guardar un plato en el gabinete de la cocina. 

—Por favor, mamá —le rogué—. Déjame hacer el trabajo difícil. 

—Christian —dijo riéndose—. ¿Sabes cuántas escaleras tengo que subir y bajar todos los días? 

Por si tenía alguna duda, más adelante esa semana, la encontré en la sección de Cuidado Personal de Walmart y vi aterrado cómo se desplazaba con su escalera metálica por varios estantes. Esto era algo nuevo: en todos sus años de surtir ropa masculina nunca había tenido que utilizar una escalera metálica. Paró un momento, pareció suspirar, y trepó los escalones para alinear una caja de Just For Men con el resto de las tinturas para el pelo. Imaginé que se le escapaba solo uno de esos escalones, solo uno en una de las cientos de oportunidades que había durante el día, y se estrellaba contra el suelo, una mujer de 59 años despachada por el bien de Walmart. 

Empecé a mostrarme más interesado en nuestras conversaciones sobre su trabajo, preguntándole sobre los riesgos, esperando que cambiara su tono de voz y finalmente accediera a darme una fecha final, para que pudiéramos ver su época en Walmart bajo una luz de aceptación y paz. Pero por mucho que se quejaba, aceptando que su trabajo era difícil, se negaba a considerar la idea de renunciar. Ambos concebíamos la importancia de su trabajo desde dos puntos de vista muy diferentes. 

Esperaba que las cosas cambiaran por la pandemia que, por fin, nuestros puntos de vista convergieran y mi mamá renunciara. Empezaron a presentarse casos en lugares cercanos al Walmart de mi mamá. Los datos evidenciaban el riesgo de estar cerca de un potencial infectado con el virus y muchos potenciales infectados entrarían a Walmart. 

Se lo dije. Usé el nuevo trabajo y salario de mi hermana como la palanca para impulsar su renuncia. 

—¡Ya no estamos en austeridad! —le dije en chiste, haciendo referencia a su pasado, cuando el gobierno panameño restringía los recursos. 

Mi hermana podía mantener a mi madre, ella, siempre consciente del dinero y su acceso a él, podía apoyarse en el éxito de sus hijos; aunque, en este punto, mi papá los podía mantener a los dos con la pensión del ejército. 

La charla terminó. Mi mamá se reía y sacudía la cabeza. 

Ya conocía los hechos y los peligros de la infección. 

Sabía lo fácil que se contagiaba porque una de sus compañeras ya se había enfermado en la tienda. 

Pero iba a seguir trabajando. 

Nunca había considerado renunciar, ni siquiera por una pandemia. 

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Doris, c. 1994.

Doris, c. 1994.

Cuando mi madre empezó a trabajar en Walmart, más o menos en el 2000, celebramos. Ella lo asumió con orgullo. Había llegado a los Estados Unidos a principios de los años 90, pero como inmigrante, su experiencia en Panamá no contaba mucho. Y aunque los documentos no eran un problema (mi papá es un hombre blanco y mi mamá se naturalizó pronto en su nueva vida en Estados Unidos) ella a menudo tomaba trabajos esporádicos, como lavaplatos, y sus empleadores le pagaban por debajo de cuerda. 

Walmart, sin embargo, era algo diferente. Sus edificios se erigen inmensos, como un símbolo literal y figurativo del paisaje estadounidense. Todo el mundo asocia a Walmart con los Estados Unidos y, tal vez, alguien como mi mamá podría relacionarse este país si trabajaba en Walmart. Además, este trabajo sería su primera vez en una nómina oficial, su nombre figuraría en cheques, contratos y papelería. 

Poco después, cuando yo tenía unos nueve años, empecé a acompañarla al trabajo en mis días libres de escuela. Le ayudaba a configurar los precios con un aparato manual que rastreaba los productos y las cantidades. Mantenía una relativa calma en su departamento asignado, Ropa Masculina. Siempre se veía perfectamente ordenado gracias a ella. Además, la ropa doblada y la alfombra perfectamente aspirada me recordaban a mi casa de alguna manera. Pocos clientes masculinos se aparecían por su sección y los que sí deambulaban no se veían muy interesados en preguntar algo, así que simplemente la ignoraban.

Pero cada vez que iba a su trabajo, una nueva preocupación surgía en mi mente: ¿qué tal si alguien perturba esta paz? ¿Qué tal si alguien le hiciera preguntas? Mi madre, mestiza y bajita, habla inglés con evidente acento. Me preocupaba cómo la iban a tratar los demás, si la veían "diferente". 

Mi preocupación solo se agravó cuando crecí, superé la necesidad de la supervisión adulta y me quedé solo en la casa. ¿Ahora que ya no estaba para defenderla, iban a aparecer todos los hombres que nunca vi en Ropa Masculina? ¿La iban a tratar bien los clientes? Empezaba con mi pensamiento catastrófico a imaginar que mi mamá vendría un día a la casa llorando, maltratada por ser inmigrante. 

El autor y su madre.

El autor y su madre.

Pasó todo lo contrario. Donde suponía que había historias de terror, ella me sorprendía, cada vez más, con encuentros positivos en el trabajo. 

—Le dije, "¿cómo cree que sé? ¡Trabajo aquí hace tres años ya!" —respondió una vez cuando un hombre le preguntó si sabía dónde encontrar accesorios para carros, asumiendo que no lo sabría porque trabajaba en Ropa Masculina.

Con cada año que pasaba, ganaba más confianza en su rol. Después de casi cinco años, un nuevo administrador empezó a trabajar en el almacén y le pidió a mi madre que le ayudara a entender la tienda. Mis padres decían en broma que ella era la verdadera "jefe" de Walmart, porque en ese punto sabía tanto de las reglas formales de la corporación como de las tendencias de los otros colaboradores. 

Contar con su experiencia en Walmart parecía otra manera en la que mi mamá reclamaba su propia esquina en un nuevo país, una desde la que podría defenderse de los estadounidenses que pusieran en duda su lugar allí. Trabajar todos los días no solo le dio algo qué hacer con su tiempo, le dio sentido de pertenencia. Le dio un gran orgullo.

*

Cuando era niño, mi mamá una vez me gritó por botar unos centavos en un parqueadero vacío (cambio de sobra por un dulce que compré en la tienda). Cuando escuchó los centavos sonando en mi mano y luego contra el pavimento, me haló las orejas. 

—Si tú supieras cómo crecí yo, nunca harías eso —me dijo.  

Esa actitud permeaba toda su vida. 

La única época en que el título de mi madre como Encargada de Almacén pudo haber cambiado fue en 2009, cuando después de casi diez años en Ropa Masculina le ofrecieron un ascenso. Durante este periodo de tiempo, su estrés se concentraba en este debate: ¿tomar el ascenso a Administradora de Departamento y ganar más dinero, o ganar menos y ahorrarse los dolores de cabeza? Ella agonizaba pensando en los nuevos deberes que tendría en un puesto administrativo: trabajar más horas, monitorear operaciones más grandes y supervisar a otros empleados, muchos de los cuales tenían como lengua materna el inglés y eran ciudadanos nativos. 

Finalmente, después de sufrir a su lado por semanas, escuchándola desahogarse en la mesa del comedor mientras analizaba la oferta laboral, logré acumular la valentía para preguntarle la única duda que faltaba por resolver. ¿De cuánto es el aumento?

—Oh —dijo, como si fuera un detalle sin importancia— Cincuenta centavos.

Cincuenta centavos la hora la separaban de su título oficial como Encargada de Almacén en Ropa Masculina y su potencial dolor de cabeza como Administradora de Departamento. 

Cincuenta centavos le habían causado tremendo dilema. 

A los 16 años, con una sola experiencia laboral en mi vida, no estaba seguro si estaba malinterpretando la importancia de 50 centavos la hora. Los cálculos eran fáciles: mi mamá ganaría 20 dólares más a la semana como administradora. No estaba seguro de tener claro el valor de 20 dólares a mi edad. De ser de otra manera, ¿por qué ella consideraría el ascenso?

¿Cómo podría haber entendido su dilema? No tenía idea de cómo había sido su crianza. 

El año pasado, casi una década después de haber sido sometido a su debate sobre el ascenso, viajé a Panamá a desenterrar parte de nuestra historia familiar. Al haber crecido sin mis tíos y tías, no sabía mucho de la vida allá. Estaba hambriento por tener información de primera mano: paisajes, sonidos, olores.

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Luego de mi llegada a Santiago, una ciudad intermedia y la capital de la provincia de Veraguas, viajé con mi familia a la finca de mi tía, cerca a Santa Fe. Estaba rodeado de naranjos, cientos de ellos, tan llenos de fruta madura que le daban brillo al paisaje. Se sentía cierto orgullo entretejido al carácter del lugar, no solo porque mostraba lo abundante y hermosa que podía ser Panamá, sino porque se rumora que es la tierra natal de Urracá, un legendario cacique indígena, y la verdadera tierra natal de Omar Torrijos, un líder que, para algunos, puede simbolizar el colmo del populismo, con sus reformas sociales, y al mismo tiempo el orgullo de ser del interior y no de Ciudad de Panamá. 

Fuimos a recoger las naranjas de la finca para vender en la ciudad. Con el atuendo reglamentario de un recolector de naranjas (mangas largas, pantalones, una gorra de béisbol para mí, un sombrero pintao tradicional para los jornaleros), marchamos al naranjal en parejas: mi tía y yo, mis dos primos y dos jornaleros. Una persona se sube al naranjo y le tira las naranjas a la otra, que espera abajo con un saco de malla de nylon.

Trabajamos casi todo el día para llenar 12 sacos en total, dos por persona. Para el momento en que terminamos, podría haber colapsado. Todavía nos faltaba llevarlos de vuelta todo el camino a través de la maraña hasta el camión de mi tía.

Mi columna vertebral tronó cuando me agaché a echarme un saco en cada hombro. Mi tía me hizo señas de que me moviera más rápido mientras ella navegaba el camino enlodado con facilidad. Nos acercamos a un arrollo y, mientras pensaba en cómo podríamos construir un sendero de piedras para que pudiéramos cruzar, el resto del grupo simplemente se metió, caminando por el agua con los pesados bultos en lo alto. Por supuesto. ¿Cuál era la forma más simple de cruzar el arrollo? Bueno, cruzándolo. 

Cuando logramos llegar a Santiago, era de noche. Había dormido todas las dos horas de camino de vuelta, agradeciendo la posibilidad de descansar. Pero nuestra aventura de recoger naranjas solo era una parte del trabajo del día, ahora las teníamos que vender. 

Nos instalamos donde mi abuela, al lado de una calle principal, y nos dividimos para publicitar las naranjas frescas a vecinos y extraños. Mi tía, despierta, fuerte, luego de haber recogido las naranjas y estar coordinando la venta, de inmediato convenció a un vecino de comprar y me afanó a llevar un saco. Obedecí invocando la poca fuerza que me quedaba para llevar el bulto y esperé al lado de la puerta del vecino mientras mi tía cerraba el trato. 

Finalmente, después de haber sufrido a su lado, trabajando todo el día para llenar esos costales, probando los límites de mi cuerpo (poniéndome a prueba como niño de ciudad, o yeye, como dicen los panameños) y caminando a través del agua, reclamé mi recompensa. ¿A cuánto estaba cobrando mi tía el saco? ¿Cuánto valía mi trabajo?

2,50. 

Dos dólares y 50 centavos por brincar de rama en rama mientras se partían por mi peso, amenazándome con una larga caída al suelo. 2,50 por estabilizar mis rodillas colapsadas por el camino embarrado de vuelta al camión. 

Habíamos ganado 30 dólares entre seis personas por todo un día de trabajo. En la tarde, cuando se vendieron todas las naranjas, mi tía trató de darme mi parte de las ganancias. Sacudí la cabeza diciendo que la oportunidad de haber pasado tiempo con ellos había sido suficiente. 

De repente, esos 20 dólares extra a la semana se valorizaron y entendí mucho más por qué mi madre había sufrido tanto pensando en aceptar el ascenso.

Terminó rechazándolo. Después de eso dejó Ropa Masculina y, mientras se movía por varios departamentos, nunca cambió sus funciones básicas de llenar estantes y ayudar por toda la tienda. 

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El pico de la pandemia se esperaba para dentro de un par de días y mi mamá y yo no habíamos llegado a una conclusión. Saqué el tema de renunciar otra vez y ella lo archivó mencionando a sus colegas. 

—¿Y qué pasa con ellos? —dijo— Tienen que seguir trabajando. 

Al principio pensé que los estaba usando como escudo, escondiéndose detrás de ellos de tal manera que pudiera sostener su necesidad de defender su trabajo. En mi mente, le quedaba poco con que sustentar que se ponía en peligro por un salario por horas. Después de todo, ya le había contado la disposición de mi hermana a mantenerla.  

—Por favor, mamá —le rogué—. Nunca te pedimos nada. ¿Qué es más importante, tu salud o tu trabajo?

—Tú sabes que uno tiene sus amistades —dijo.

Me imaginé sus amistades de la misma manera que me imagino la mayoría de las amistades laborales: vistas de lejos, solo buenas para mantener un ambiente laboral positivo. 

—Tú sabes que ellos no se pueden ir —continuó. 

—¿Así que solo seguirán trabajando? ¿Incluso durante el pico? —la interrogué. Apenas la pregunta dejó mi boca, me sentí estúpido por haberla hecho. 

—Sí, Christian. No tienen dinero.

Algo en particular sobre esta defensa me hizo detenerme. Ella parecía dejarse llevar por el momento, recordando los momentos con los dichosos amigos de una manera que me hizo dar cuenta de que, más allá del orgullo y el dinero, ella en realidad estaba pensando en... los amigos. Amistades

Me acuerdo que un día, por allá en 2010, mi mamá me pidió que me vistiera bien para un asado en casa de uno de sus compañeros de trabajo. Ella había estado mencionando a algunos de ellos de manera casual en nuestras conversaciones desde hacía un rato, contando historias graciosas de cómo se habían enfrentado a un cliente, por ejemplo, o cómo se hacían bromas ligeras entre ellos. Poco a poco les había dado nombres a estos colegas: Billy, Martin, Rosa. Pero ir a pasar tiempo con ellos fuera del trabajo era un nuevo desarrollo en la vida de mi madre. Nunca había tenido "amigos" en este sentido. 

La salsa tronaba desde unos amplificadores gigantes ubicados alrededor de un lote cubierto de hierba. El patio era pequeño, apretado para el apartamento, pero acogedor. Una parrilla abierta chisporroteaba con pollo y vegetales. En bandejas de aluminio, vi comida parecida a lo que cocinaba mi mamá: arroz con guandules, ensalada de papas, pernil. Como adolescente que era, revoloteaba por la comida, por estar eternamente hambriento y esperando evitar cualquier tipo de conversación con los amigos de mi mamá. Pero ella me presentó, con el plato en la mano y la boca llena. 

—¡Billy! Este es mi hijo, Christian.

Mientras apretaba la mano de Billy y seguía en la fila hacia el siguiente compañero por conocer, me di cuenta de la importancia de la comunidad de mi madre. Los nombres de antes (Billy, Martin, Rosa, entre otros) cobraron vida. Estos amigos también eran mestizos. Estos amigos también hablaban inglés con acento no nativo. Estos amigos, como mi madre, eran inmigrantes y venían de diferentes países. 

El único momento en que había visto a mi mamá tan animada fue en Panamá. Hablando en su español nativo, conversaba fluidamente, socializando como una persona nueva. La mujer callada y tímida que conocía le dio paso a una nueva y bulliciosa Doris. Esta Doris había puesto a un lado toda una vida de felicidad (cómoda en su propia cultura, haciendo bulla en las fiestas de su familia) por el bienestar de una nueva vida en Estados Unidos.

Otro día, más o menos en 2014, fui a visitarla al trabajo. Estaba descansando en casa después de la universidad. No había tenido la oportunidad de desatrasarme con ella y no sabía mucho de su vida laboral... ¿todavía seguían por ahí sus viejos amigos? 

El negocio estaba lento y los colaboradores parecían lo suficientemente libres para socializar y parecer que trabajaban. Cuando me vio, mi madre me llevó por los pasillos de la tienda presentándome a todos sus compañeros por el camino. El elenco anterior había dado paso a uno casi completamente nuevo, aunque la mayoría seguían siendo personas de color.

—Este es mi hijo Christian —decía y apenas me mencionaba sus colegas se iluminaban de una forma que hacía evidente que mi nombre había surgido muchas, muchas, veces antes. 

A algunos de ellos, con los que ella intercambió un par de palabras en español, les dije “mucho gusto”, haciéndolos sonreír. 

—Ah, ¡pero si él habla español!

El ánimo volvía. Mi mamá florecía en una nueva forma, vívida, sonriendo mientras mezclaba español con inglés y hablaba con un compañero tras otro en su vuelta por el almacén. 

 —¡Billy! —dijo mi madre cuando nos acercamos a él, emocionada por tener su atención— Este es mi hijo Christian.

Estaba igual como lo recordaba. Tenía cierta actitud genial. Traté de mencionar que ya nos habíamos conocido, que todo esto ya había pasado hace años en el asado, atorado en esa inconsistencia lógica del momento. Pero, mientras Billy sonreía y me ofrecía su mano, dejé que la cosa siguiera. En ese instante, al ver la emoción de mi mamá al presentarme a su amigo y ver a su amigo igualmente entusiasmado por su emoción, una especie de sentido de comunidad y apoyo surgió gracias a mi nueva presentación en sociedad. Recuerdo haberme dado cuenta de lo mucho que el trabajo significaba para ella. 

Estos eran sus amigos, los latinos, que no tenían otra opción mas que trabajar. Me la imaginé tomando una conveniente licencia, renunciando, mientras la pandemia resaltaba las inequidades entre las personas de color y las diferentes clases sociales en los Estados Unidos. ¿Tendría mi mamá el mismo privilegio de dejar a un lado su salud o, pensé, se sentiría como una traidora, si olvidara a sus amistades?

Empecé a entender que mientras sus amigos siguieran en el trabajo, ella también lo haría. 

Mis infalibles argumentos se estaban encontrando con un objeto inamovible. Mi ciego amor estaba conociendo una fuerza imparable. Mi madre no abandonaría su esquina en Estados Unidos. Mi madre no abandonaría su mínima autonomía. Mi madre no iba a renunciar. 

Negoció conmigo. Sin estar de acuerdo con nuestros puntos y argumentos, cedió considerando lo mucho que la situación nos estaba estresando a mi hermana y a mí. Este trato consistía en que ella se tomaría dos semanas libres, aprobadas por Walmart, además de una semana extra que salía de sus vacaciones. Esto, esperábamos, le permitiría evitar el pico en Nueva York. Naturalmente, fue doloroso para ella, cuando habló con sus compañeros que no habían guardado tiempo de vacaciones de la misma manera. 

Entonces, volvió a trabajar. La pandemia, por supuesto, se siguió propagando. 

*

Mientras ella trabajaba llenando anaqueles en un Walmart infectado, yo vivía en Zoom. Iba a Happy Hours, a clases. El mundo real se desvaneció ante mí y gané una familiaridad incómoda con el interior de mi apartamento. Rehuía a la idea de salir, incluso a caminar. Salir, para mí, era equivalente a infectarse.  

Decidí desconectarme de mi mamá: entumecido, herido, veía su terquedad como una forma de resentimiento. Aunque entendía las conclusiones a las que había llegado, a nivel lógico, reconociendo su agencia y su necesidad de trabajar por orgullo, independencia, dinero y comunidad; esa lógica se tambaleaba de cara al miedo inminente de que se enfermara. Volví a mi pensamiento catastrófico, regresé a esa forma de mi ser infantil que preguntaba, todos los días, “¿alguien se dirigió a ti en el trabajo? ¿Te hicieron alguna pregunta?”. Sin embargo, ahora me inquietaba algo diferente: “¿Todo el mundo estaba usando tapabocas? ¿Alguien se te acercó?”.

Pero no le hice esas preguntas, decepcionado de mí mismo por no haberla podido salvar del virus y porque ella no tuvo la capacidad de responder a mis necesidades. No quería la victoria de un "te lo dije", solo quería que mi madre estuviera a salvo. O, tal vez, desgarrado, quería validar mi punto de vista, uno que priorizaba el ser y la seguridad sobre los amigos y la comunidad. ¿Me había equivocado al no haber considerado más sus amistades? ¿Al olvidar esa visión escandalosa de mi madre, vivaz y feliz en el trabajo?

¿Por qué mi familia estaba atorada en una peligrosa encrucijada en las manos de Walmart? ¿Por qué mi familia se estaba rompiendo la espalda por unas naranjas y un puñado de dólares? ¿Por qué los latinos que trabajaban con mi mamá estaban atrapados en un Walmart durante la pandemia, mientras todo el mundo (yo incluido) trabajaba desde casa? La pregunta me trajo de vuelta a la razón por la cual mi madre tomó ese trabajo en Walmart en primer lugar y por la que se había quedado más de veinte años en él. Estas inquietudes habían estado conmigo siempre.

En contraste, para mi mamá, la gente blanca en mi vida siempre había mantenido una posición de poder, empezando por mi padre, cuya carrera nos trajo a Nueva York en primer lugar, una carrera que importaba más por tener el mayor potencial para mantener a nuestra familia. El jefe de mi madre desde hace años, Todd, era un hombre blanco. Pensar en ella siempre ha resaltado las estructuras que mantienen consistentes este tipo de diferencias, donde aquellos como mi mamá y sus amigos trabajan para Walmart y aquellos como mi papá los manejan. A nivel práctico, este tipo de entendimiento de la blancura y el acceso al éxito en el mundo aclaró porqué ella dejó todo en Panamá por una vida en Estados Unidos. Por supuesto, hay menos oportunidades para personas como mi madre y siempre terminan en el mismo tipo de trabajos, racializados en oportunidades de obreros que pagan poco. 

Pensé en mi tía, vendiendo naranjas, llevándome por las calles de Santiago en su camioneta y diciéndome: 

—Hay que buscar el real donde sea —refiriéndose a la antigua moneda panameña. 

¿Lo mismo aplicaba para los hombres blancos? ¿Esta búsqueda de dinero siempre involucraría trabajar en puestos que ponían en riesgo las vidas de personas como mi mamá? 

Antes de irme de Panamá, en el mismo viaje en el que vendí las naranjas, mi tía me confió que podría necesitar múltiples cirugías, a pesar de haberse hecho ya muchas. Señaló sus rodillas, que chirriaban bajo su peso, y sus caderas, que se inclinaban para un lado, siempre cojeando al final del día. Sin embargo, había caminado por la misma selva, se había subido a los mismos árboles y había cruzado el mismo arrollo en nuestro viaje a recolectar naranjas. 

Su rebusque de dinero la estada destruyendo literalmente. Y, bajo esta luz, me arrepentía de haber pensado en mi tía como una persona despierta y fuerte, porque me preguntaba si ella habría cambiado esas cualidades por un cuerpo más sano, por más dinero, por una mejor manera de conseguirlo. Me preguntaba si la idea trampa de que las mujeres mestizas son buenas trabajadoras solo las programa para destrozarse.

Un día, finalmente, después de que mi madre volviera al trabajo, mi papá mandó una foto al chat de la familia. 

Ella con su tapabocas y los pulgares arriba, viva.

Nos aseguró que estaba bien: mantenía su distancia y les pedía a los clientes que se quedaran a dos metros de ella, sorpresivamente, su jefe la apoyó. También contaba historias ligeras sobre cómo sus compañeros compartían la experiencia de combatir el pico de la pandemia, cómo uno de ellos le huyó a un cliente que se negaba a mantener la distancia, por ejemplo, como si huyera de un zombie. Sufría con cada una de estas historias, esperando con ansiedad que en una de esas relatara su contagio. 

Pero se mantuvo sana. 

Después, fuera del inminente miedo del pico, luego de haberlo soportado con sus colegas, mi mamá parecía recordar esos momentos con una especie de nostalgia. Me preguntaba si ella y sus compañeros se habían acercado más al haber compartido esta experiencia mientras yo me amargaba en mi soledad, seguro, pero separado de mis amigos y colegas por una pantalla.

Entonces, ¿qué hubiera pasado si hubiera renunciado? ¿Habría tenido la oportunidad de seguir en contacto con sus amigos? ¿Habría podido visitarlos para pasar tiempo con ellos? ¿Habría seguido yendo a asados después de la pandemia? 

La entropía de la vida parece alejarnos de las personas cercanas y los amigos. No sé si el aire alrededor de su amistad habría sido el mismo. Me imagino las historias que se contaban en la sala de descanso, los mismos chismes que luego replicarían los medios masivos de comunicación, y me imagino la importancia que le daba mi madre a la oportunidad de contar estas historias en tiempo real. Todavía Walmart me conflictúa. Racionalmente, el activista en mí critica sin descanso a la tienda. Por otro lado, estoy feliz de que mi mamá haya encontrado una comunidad en su trabajo. Pero ¿por qué la comunidad tiene que llegar a expensas del dinero, la salud o literalmente la seguridad? No dudo que la sociedad se esté moviendo en una dirección más positiva en cuanto al racismo y la desigualdad de clases, pero pensar en mi madre me hace ver que este movimiento va muy, muy, lento. La pandemia, por mucho que haya cambiado los lentes con los que vemos nuestra sociedad, parece inconsecuente para evitar que los mismos sistemas (los que destruyen los cuerpos mestizos y se encogen de hombros ante la idea de la salud de mi madre) se endurezcan.  


Chris Kubik Cedeño es un escritor panameño-estadounidense. Está en su primer año de hacer una maestría con especialidad en ficción en Rutgers-Camden. Su escritura se ha publicado en Preachy, Porter House Review y otras revistas. Búsquelo en Twitter: @ckcwrites.

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