Segura de mí

 

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Los fines de semana de mi infancia estuvieron repletos de viajes en el tren 7.

Mi familia vivía en Junction Blvd, apenas a tres cuadras de la estación del tren, lo que hacía que tomar uno de los famosos “red birds” con dirección a Manhattan o a Flushing fuera súper fácil. Yo subía las escaleras corriendo y pasaba por debajo del torniquete plateado mientras que mi mamá pagaba por su pasaje con un token, para luego caminar hasta la plataforma y esperar por el próximo tren que nos llevaría a “la ciudad”. Una vez que llegaba el tren, yo corría y tomaba posesión de una de las sillas junto a una ventana para poder ver cómo el tren pasaba por cada barrio de Queens.

Siempre fuimos quisquillosas y escogíamos uno de los vagones del frente para quedar alineadas con el lugar en el que la tía abuela Vita estaría esperándonos de pie en su estación de Jackson Heights. Vita, la gemela de mi abuela materna, era la única pariente biológica que teníamos en los Estados Unidos y solía vanagloriarse del hecho de que podía navegar su vida como alguien que parecía blanca. Tenía pelo café claro, ojos grises y una piel tan pálida como para que la gente creyera que era una neoyorquina de alguna antigua familia acaudalada. (Y ella nunca los corregía). Con su estilo personal (su ropa, su maquillaje y su pelo similar a los de Grace Kelly), no era difícil ver por qué.

Vita solía decir: “siempre que vayamos a la ciudad tenemos que ir vestidos lo mejor posible”. Y sí que se esforzaba. Cada vez que iba a Madison Avenue se ponía uno de sus abrigos de piel y le agregaba accesorios como guantes de cuero que combinaban con sus botas y su bolso en invierno. En verano usaba vestidos de diseñador, la mayoría de los cuales eran de segunda mano, aunque nunca lo admitiría, con diversos sombreros para el sol y sandalias o tacones de cuero premium. Su rostro siempre estaba impecable, tenía el maquillaje aplicado cuidadosamente que se había puesto por la mañana. No podía dejarse ver sin él. Yo no entendía la finalidad de esto, pues buena parte del maquillaje estaba escondido detrás de unos lentes del sol con marco de carey que siempre usaba cuando salía. Ella decía que lo hacía para evitar que el polvo y la mugre de la ciudad le cayeran en la cara, pero en realidad los lentes añadían a su mística y, usualmente, tenerlos era suficiente para llamar la atención y conseguir el respeto de los vendedores de las tiendas que visitaba.

Para los viajes en tren de los fines de semana se me decía que usara mis mejores zapatos y vestidos, muchos de ellos hechos a mano por mi madre. Mi pelo café oscuro estaba peinado en dos trenzas para asegurarse de que ni un solo pelo estuviera fuera de lugar. Al ser la hija de dos inmigrantes panameños que se conocieron en los Estados Unidos, uno afroindígena y otra birracial (negro y blanco), heredé su tono de piel achocolatado claro y unos ojos café oscuros que desentonaban fuertemente con la estética general de Vita. Esto usualmente quería decir que tenía que quedarme a su lado todo el tiempo para evitar los encuentros racistas que podían suceder si me alejaba de ella demasiado tiempo en alguna de las tiendas a las que entrábamos.

Apenas nuestro tren entraba al túnel para cruzar el East River, me volteaba de mi posición arrodillada frente a la ventana para sentarme correctamente en mi silla, alisando rápidamente el dobladillo de mi vestido, y para mirar hacia el frente con mis manos bien recogidas en mi regazo. La charla en español, por lo menos entre mi pequeña familia, cesaba. En estos viajes Vita nos animaba a que solo habláramos en inglés hasta que volviéramos a casa.

La idea era que, al hacer eso, además de nuestra apariencia exterior, destrozaríamos las expectativas de los demás junto con sus percepciones sobre las “personas como nosotros”, lo que era necesario si esperábamos ascender en la escala social y llegar a un mejor lugar. Mi madre repetía esta idea, a su modo, y ambas me entrenaron en el arte de esta interpretación, uno que luego llegué a enmarcar con el viejo refrán “mejorando la raza”. Sin embargo, este arte iba más allá de casarse con alguien blanco, como había hecho Vita con su esposo nacido en Irlanda, sino que también llegaba hasta tomar una identidad que estuviera más basada en lo blanco, o en lo que es considerado como verdaderamente “estadounidense”. Yo seguía el juego porque quería ser parte de este mundo luminoso y brillante el cual apenas podía vislumbrar en esos viajes a la ciudad. Esos viajes en tren fueron mis primeros entrenamientos para dominar esta actuación y eso fue lo que hice: dominarla. Al crecer, las dos trenzas de mi pelo fueron reemplazadas por rulos y por sesiones con un alisador InStyler, mientras que las faldas de tubo, los blazers y las blusas de botones reemplazaron mis viejos vestidos hechos a mano.

“Siempre que vayamos a la ciudad tenemos que ir vestidos lo mejor posible”.

*

Yo fui la única de mi pequeño grupo de amigos en estudiar un posgrado justo después de la universidad. Cada vez que me preguntaban por mi decisión mi argumento era que, en 2012, un diploma de pregrado ya no era suficiente para realmente poder comenzar una carrera laboral. Eso era una mentira. Claro, no era una mentira total. En esa época había literalmente cientos de miles de artículos circulando que decían que el valor de una educación universitaria había disminuido en las últimas décadas. Sin embargo, la realidad, que sólo podía admitirle a mi mejor amiga, era que la idea de unirme a la fuerza laboral me asustaba y quería retrasarla todo lo que pudiera.

Tan sólo tendrían que echarle una ojeada a mis notas para saber que no era para nada perezosa. Me esforzaba en todo lo que hacía. Simplemente no estaba segura de cómo me iría en un espacio competitivo que no fuera un salón de clase. La universidad no fue muy fácil para mí, pero no por las razones que piensan. Las tareas y los exámenes estaban bien. No hablaremos de las clases de matemáticas y de ciencia, ¿bueno? Hay que enfrentarlo: hubo una razón por la que hice un doble programa entre antropología cultural e historia del arte, pero aún no estaba lista para el entorno universitario.

—¿Tienes un apodo? Tu nombre es un poco… más de lo que quiero tratar.

—Disculpa, creo que estás en el salón equivocado. Esto es arte del medioevo tardío, no es introducción a la historia del arte.

—El argumento que propusiste en tu texto es tan articulado.

—¿Cuál de tus padres es blanco?

—Estás trabajando así de fuerte porque necesitas mantener tu promedio en C+ para seguir teniendo ayuda financiera, cierto?

Sin saberlo, sería incluso peor en el posgrado, pues allí no podías esconderte, así lo quisieras. Las clases con más de cinco personas eran poco comunes y las clases más grandes eran de unas 15 personas en total.

Uno de esos casos poco comunes era la clase de proseminario, que básicamente era un curso pensado para enseñarles a los nuevos alumnos cómo hacer y presentar investigaciones al nivel de un posgrado. Me pareció particularmente interesante pues las primeras clases estaban tan enfocadas en sacar de nuestras mentes todo lo que habíamos aprendido en el pasado. En particular buscaba reemplazar el estilo MLA, que se me había grabado en el cerebro en la secundaria y en la universidad, por el estilo Chicago. Esto hizo parecer que mis últimos 10 años de educación fueran en vano pero, ¿quién era yo para juzgar?

La clase era enseñada por un profesor titular que se especializaba en diseño de los siglos XIX y XX. Estaba al principio de sus cuarenta y usaba lo que creo se espera de un profesor de inglés de una universidad de la Ivy League: camisa sin corbata, pantalones caquis y mocasines. Sus pálidos ojos azules prácticamente brillaban de pasión cuando comenzaba a hablar de su especialidad. Pero, respecto a esta clase obligatoria, tenía un método insulso, pues estaba mucho menos interesado en cómo investigar que en investigar.

Mi parte favorita de la clase fue nuestro proyecto final para el cual se nos dio la oportunidad de escoger una pieza de las colecciones del museo Cooper Hewitt para investigar. Fue la primera vez que pude manipular una de estas obras, aunque fuera con una profesional supervisándome y guiándome todo el tiempo. Entre la selección de piezas clásicas, como obras de plata, joyas y textiles, encontré una acuarela de un salón circular interior amoblado y de dos pisos con un domo de vidrio barroco de 1890. A su lado había una nota en un post-it que la marcaba como una posible representación del Gran Hall de Honor del Palacio Paz en Argentina hecha por el arquitecto francés Louis Henri Mari Sotrais. Me impactó el nivel de los detalles de esta pieza y supe que quería que fuera mi primer proyecto de investigación.

Una de las curadoras adjuntas que nos había guiado entre los materiales del museo esa tarde se me acercó y observó mi elección. Tras una breve pausa, dijo: 

—No te recomendaría escoger esto a menos que sepas leer o hablar español. No hay muchos materiales de investigación en inglés. Lo hemos tenido en la colección por un tiempo ya, pero nunca hemos tenido a alguien en nuestro equipo que haya podido obtener mucha información al respecto, además de cómo llegó al museo.

Yo simplemente sonreí y dije:

—¿Ah, sí? Qué interesante.

Pero por dentro me dije: “acepto el reto”.

Tuve mucho cuidado al investigar y trabajé diligentemente en mis notas, reuniendo imágenes y creando líneas de tiempo. Incluso llegué a contactar a un historiador argentino para preguntarle sobre las similitudes y diferencias entre el salón que estaba diseñado y que se mostraba en la acuarela y el que fue construido en la vida real. No hace falta decir que, cuando terminó el semestre, tenía una investigación bastante sólida.

El día llegó y, mientras esperaba mi turno para hablar en el podio, prácticamente estaba saltando de emoción en mi silla al pensar en compartir lo que había encontrado en mi investigación, lo que era un cambio bastante agradable de los nervios que solía sentir cuando tenía que hablar en público. Hice mi florida introducción y hablé del contexto antes de entrar a lo que me parecía que era la parte más interesante de mi presentación. Sonreí al señalar que las eles entrecruzadas en la esquina superior derecha de la acuarela eran una referencia a Louis XIV, aunque los muebles que se veían realmente eran del estilo de Louis XV y Louis XVI, lo que sugería que la decoración general del interior era una fusión de estilos. Como resultado, la obra claramente tomaba parte de la tradición ecléctica que era popular bajo el estilo beaux arts del París del siglo XIX y que llegó a Argentina en la década de 1830. Sonreí un poco más y pausé para observar a mi pequeña pero intimidante audiencia, esperando que hubiera algún gesto de emoción que se comparara con el mío, pero sólo me encontré con rostros desconcertados.

Los nervios que no había sentido antes se apoderaron de mí y mis mejillas enrojecieron lenta pero intensamente. Mi profesor vio su reloj y esa sencilla acción me trajo de vuelta a la realidad, pues tan sólo me quedaban algunos minutos más. Respiré antes de continuar con la siguiente sección de mi presentación, diciéndome a mí misma que seguramente la clase estaba cansada o simplemente aburrida con mi tema. Esa era la explicación más sencilla de por qué no reaccionaron como yo pensaba que lo harían, ¿cierto?

El profesor me agradeció mientras que la clase me aplaudió con nada de entusiasmo, así como lo habían hecho con todos hasta ahora. Recogí mis notas para regresar a mi silla en la parte trasera del salón después de que el profesor me diera algunos comentarios para considerar en mi ensayo final. Al volver a mi silla, cerca a la salida de emergencia, una de mis compañeras revolotearon los ojos mientras la pasaba, lo que me dejó confundida, pues no sabía que había hecho para merecer esa reacción.

La confusión se aclaró cuando la clase se acabó. El profesor se retiró a su oficina bajando por las escaleras, dejándonos para seguir con nuestros días. Yo tenía otra clase en el mismo salón en más o menos una hora, así que crucé el pasillo para ir a la pequeña sala de estudiantes que estaba en el mismo piso y allí dejar mi maleta y calentar en el microondas el almuerzo que había traído. Probé algunos bocados de mi arroz con gandules cuando recordé que tenía que imprimir un ensayo para mi siguiente clase. A diferencia de mis compañeros, yo no tenía una computadora, ni tenía acceso a una impresora en mi casa, así que la mayoría de las veces tenía que escribir mis ensayos a mano antes de teclearlos en mi biblioteca pública local y de imprimirlos en salón de computadores, al lado del de la clase.

Estaba jugando con la USB en mi llavero en la puerta del salón de computadores cuando escuché unas voces hablando en un volumen bajo.

—Ella sólo está aquí por el requisito de diversidad del programa —dijo la primera voz.

—Ajá. Ya sabes que por la discriminación positiva tienen que tener por lo menos a uno de ellos si quieren que el programa siga abierto —respondió la otra voz, concordando.

—Seguro ni siquiera ha salido del país —dijo la última con una leve risa.

Caminé lentamente hacia la sala de estudiantes mientras que las voces estallaban de risa. En ese momento supe que lo que era información nueva para mí, para ellos era vieja y por lo tanto no habían reaccionado a mi presentación. ¡Y por supuesto que así era! Estas personas habían viajado a lugares que yo tan solo había visto en libros o había soñado visitar, como el Palacio de Versalles o el jardín de Monet en Giverny. Tenían contactos que los conectaban con becas, pasantías y mentorías a las cuales yo siempre quería tener acceso. Por supuesto que ya sabían.

Como la única persona de color estudiando en un posgrado de una universidad privada, esas cosas no me sorprendían del todo, aunque sí me hería escucharlas. Y las escucharía muchas otras veces por el resto de mi carrera allí.

Nuestras clases se daban en una de las instituciones del Smithsonian en el Upper East Side, lo que quería decir que tenía que esforzarme aún más en mi apariencia. Si me atrevía a salir de casa con una arruga visible o con una camiseta con un dibujo en vez de una blusa, mi madre inmediatamente me decía, con tono pasivo agresivo: 

—¿Y adónde vas vestida así? ¿Cómo esperas que te tomen en serio si sales así? —Me preguntaba, frustrada.

Yo reprimía mis gruñidos y respondía diligentemente: 

—No te preocupes, me voy a cambiar.

Así que mi interpretación llegaba a su máximo nivel, en el que yo intentaba copiar lo que usaban mis compañeros de clase y lo hacía para poder encajar. Bueno, lo hacía tanto como podía, pues muchos de ellos usaban exclusivamente prendas de diseñador, con precios que harían desmayar a mi mamá. La mayoría de los días que iba a la ciudad para ir a clase, mi uniforme consistía en jeans ceñidos, un cárdigan sobre una blusa cami, con una bufanda alrededor de mi cuello. A veces cambiaba el cárdigan por un blazer, aunque lo hacía poco porque mi pequeña colección de blazers estaba llena de colores brillantes, diseños atrevidos y, en un caso, siluetas aún más atrevidas que solían llamar mucho la atención y no siempre positivamente. Al recordar esto, creo esas elecciones de blazers eran mi manera sutil de expresarme a pesar de la actuación diaria que me veía forzada a interpretar.

Estaba usando una variación de este uniforme cuando me reuní con mi asesora de tesis en un café cerca al museo. El Heavenly Rest Stop era un café dentro de la capilla de la Iglesia del Descanso Celestial. El espacio, bajo una bóveda, con arcos en piedra góticos realmente ponía el tono apropiado para un encuentro académico, pero usualmente yo quedaba incómoda después de visitarlo. Debería anotar que, aunque no soy católica, soy una cristiana protestante, así que las pocas veces que estuve allí, no pude evitar preguntarme si convertir a un espacio que alguna vez fue sagrado en un lugar comercial no era una extraña forma de blasfemia moderna. Nunca le dije esto a nadie en ese entonces, pues no había muchos lugares a los que se pudiera llegar caminando en los que pudiéramos tener este tipo de reuniones informales.

Lorraine, que odiaba cada vez que me refería a ella como “doctora”, incluso si lo hacía por respecto, era una mujer baja y pelinegra con ojos color avellana. Tenía el pelo hasta los hombros y siempre usaba jeans de bota recta o pantalones caquis, una camisa con una chaqueta impermeable con capucha y una bufanda estampada si estaba haciendo frío. Una cosa que me parecía interesante era cómo ella siempre usaba tonos terrenales. Lorraine, una experta en la tapicería del Renacimiento y en artes decorativas barrocas que había curado muchas exhibiciones en el Museo Metropolitano de Arte, pronto se convirtió en mi profesora favorita y en mi elección obvia para ser mi asesora de tesis. Cuando entré a mi último semestre en 2014, nos reuníamos más o menos cada dos semanas para revisar mi progreso con mi examen de maestría.

Entré al café y Lorraine me saludó desde su asiento, debajo de uno de los arcos laterales. Pidió un café para ella y un chocolate caliente para mí, cubierto de crema batida y virutas de chocolate oscuro. Sonreí y desplegué la silla plegable metálica roja para poder sentarme y aprecié con un regocijo silencioso cómo había recordado que no tomo café.

—Sé que he tomado mucho tiempo para esto, pero el director Brody va a agendar mi examen de italiano en algún momento de la próxima semana. Dice que tengo que confirmar que el examinador de italiano esté disponible.

Lorraine anotó algo rápidamente en la libreta que tenía a su lado antes de tomar un pequeño sorbo de café. Incluso desde donde estaba, sentada en frente mío, era difícil descifrar sus pensamientos.

—Sé que ya decidiste el esquema de tu tesis, ¿pero has pensado en incluir una discusión sobre los interiores barrocos españoles? Ese estudio de caso del diseño barroco latinoamericano que presentaste el año pasado podría ser un gran punto de partida.

—Pero mi enfoque está en el diseño francés e italiano —dije, antes de soplar mi chocolate caliente para tomar un sorbo.

—Sí, pero me preocupa que tu italiano no sea lo suficientemente bueno para aprobar y tu francés no va a funcionar en un examen por tiempo como este. Podría jugar a tu favor si simplemente tomas el examen en tu idioma nativo.

Sentí una avalancha cálida llegar a mis mejillas mientras me sonrojaba avergonzada. Puse mi chocolate caliente en la mesa y halé el borde de la bufanda azul claro y rosada con flores que había combinado con mi atuendo de cárdigan azul marino.

—Yo… encontré mi viejo libro de la clase de la universidad y he estado haciendo mi mejor esfuerzo por dedicarme por lo menos una hora cada día para repasar.

Lorraine sonrió:

—Te felicito por hacer ese esfuerzo pero debo recordarte que el punto de esta parte de tus exámenes de maestría es probar que puedes investigar en otro idioma, no sólo que puedes leerlo. Y ambas sabemos que investigar puede implicar comunicarse con investigadores de todo el mundo, incluido verbalmente.

Asentí silenciosamente.

—Claro, sólo es que…

—Sabes que aprovechar una habilidad que ya tienes no tiene nada de malo. No le resta a tus logros académicos.

Tomé otro gran sorbo antes de volver a mirarla. Me estaba dando su atención completa y el contacto visual me ponía nerviosa, pero me obligué a reciprocar. Cuando le pedí a Lorraine que fuera mi asesora me prometí que no “dificultaría” las cosas y que aceptaría todas sus recomendaciones, dada su experiencia. Esta fue la primera vez en la que realmente quería discutir con ella. Por supuesto, no se equivocaba al decir que ser una hablante nativa de español me otorgaba una ligera ventaja para el examen. Sin embargo, el hecho de que el examen se haría según la Real Academia Española y no según algo remotamente cercano a lo que yo había crecido hablando era algo sobre lo que no quería tener que discutir con ella, pues era claro que para ella el español era igual sin importar de qué parte del mundo eras.

No que me sorprendiera. Después de todo, ella había sido la razón por la que yo había escrito ese estudio de caso un año antes sobre el diseño barroco latinoamericano. Lorraine comenzó una clase diciendo que el barroco de los siglos XVII y XVIII era considerado “el primer estilo verdaderamente internacional” y yo le pregunté si eso quería decir que también nos mostraría ejemplos de América Latina en su clase. Sin dudarlo, dijo:

—Nosotros no estudiamos eso.

“Nosotros” se refería a la universidad, pero lo que más se quedó conmigo fue que haya dicho “no estudiamos” en vez de “no vamos a estudiar”. Para mí, “no vamos a estudiar” habría significado que había una posibilidad de agregarlo al currículo, mientras que “no estudiamos” era más definitivo, como si no hubiera razón alguna para siquiera discutirlo.

A pesar de esto, sabía que si me decidía por hacer el examen en español, tendría que dedicarme seriamente a estudiar para que saliera bien.

Lorraine paseaba su bolígrafo sobre su libreta:

—Entonces, ¿español?

Respiré profundamente:

—Sí, español.

—Genial. Le enviaré una nota a Brody yo misma, así que no te preocupes por eso.

—Gracias —dije entre dientes mientras sacaba una carpeta de mi bolsa con el borrador más reciente de mi tesis y con mi estómago revolviéndose sabiendo que tendría que comenzar desde cero, de nuevo, tras esta reunión.

—Bueno, ahora vamos a lo que habíamos planeado discutir hoy.

*

Bajé rápidamente por las escaleras de la estación de me tren de Grand Central, abriéndome camino entre otros pasajeros que caminaban muy juntos entre una legión de turistas, la mayoría de los cuales estaban evidentemente perdidos, buscando llegar a Times Square. Tras bajar del tren 6 que venía del sur de Manhattan, estaba desesperada por llegar a tiempo al tren 7 con destino a Flushing antes de que la hora pico alcanzara su máximo nivel. Me reproché por no haber manejado mejor el tiempo para salir de la biblioteca antes y haberme evitado esta locura. Volteé en el rellano y prácticamente salté las últimas escaleras una vez que el tren comenzó a llegar a la estación.

La plataforma estaba completamente llena cuando el tren llegó, pero simplemente tenía que subirme en él. Fui al comienzo de la plataforma para acercarme a los vagones del frente y logré entrar justo a tiempo, antes de que las puertas se cerraran tras de mí. Mi corazón batía rápidamente tras todas las corridas cortas que había hecho.

Ni siquiera me di cuenta de que estaba respirando algo aceleradamente hasta que me fijé en una mujer blanca, vestida con ropa de Michael Kors de pies a cabeza, que abrazaba el tubo en el centro del vagón que estaba mirándome. Desafiante, la miré fijamente de vuelta y luego, una vez ella puso su atención en otra cosa, me recosté contra las puertas (algo que definitivamente no se debería hacer en un tren en movimiento) para recuperarme. Sorpresivamente, varias personas se bajaron en la estación de Vernon Blvd/Jackson Ave, incluyendo la mujer que me había estado mirando, así que pude sentarme en un asiento cerca a las puertas. Puse cuidadosamente mi bolsa, llena hasta el tope con cuadernos y notas, sobre mi regazo.

El tren avanzó y salió de los oscuros túneles subterráneos de la ciudad y llegó a los rieles elevados de Long Island City. Los últimos rayos de sol brillaban tenuemente por las ventanas cuando mi vagón finalmente salió. Solté mi bufanda y me acomodé. Estaba de nuevo en territorio conocido: en casa. Entre personas con experiencias similares a la mía, sin tener que seguir interpretando un papel.

Esa mañana había salido hacia la Biblioteca de Referencias de la Colección Frick para otra tanda de investigación de mi tesis, un día antes de mi examen de español. Vi mi reflejo después de lavarme los dientes. Mi pelo, completamente liso tras otra sesión semanal con el InStyler, estaba perfectamente dividido hacia la derecha, pero había algunos pelos que se levantaban desafiantes. Les di vueltas a algunos de ellos con mi mano, tan sólo para ver cómo volvían a caer como si fueran una pesada cortina. Fue en ese momento en el que finalmente me di cuenta de que mis rizos habían perdido sus espirales y su forma natural debido a la enorme cantidad de alisado que mi mamá y Vita me habían animado a hacerme entre cada otoño y comienzos de primavera desde mi segundo año de pregrado. Suspiré, cansada de esta actividad que tenía que realizar cada vez que iba a salir de mi apartamento.

Saqué mi teléfono y revisé cómo iba a estar el clima en la próxima semana. Sonreí mientras me preparaba mentalmente para el proceso por el que tendría que pasar para devolverle a mi pelo su estado natural a tiempo para la parte oral de mi examen de maestría. También hice una nota mental sobre cómo había pasado mucho tiempo desde que me había puesto mi blazer peplum de blanco y negro.

Aprobaría con honores, siendo yo misma.


Marlena Matute is the daughter of immigrant parents. An art and design historian by education, she currently works as a marketing and communications professional. Her work has been published in several digital platforms including The Artifice, Refinery29, I Am Enough (blog) and “P.S. The Blog'' by Dia&Co. She also writes about NYC life, affordability and plus size fashion on her blog, “Big City, Curvy Girl, Thin Wallet.” When she isn’t apartment hunting for an affordable apartment in Queens, she’s either window shopping for new outfits to feature on her blog or attempting to make a dent to her TBR shelf.

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