Aquí es donde viviremos

 
 

Carlos y Elpidio al llegar en el marzo de 1978. Cortesía del autor.

 

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Cuando muchacho, una de las cosas en las que papi más se enfocaba era en la importancia de obtener una educación. El dinero puede ir y venir, pero tu educación estará contigo mientras vida tengas.

—Eso no te lo quita nadie.

Papi también es un gran creyente en crear un plan y seguirlo. Al momento en que se mete algo en la cabeza, esto se convierte en una fuerza inamovible. Constantemente nos recordaba a mis hermanos y a mí la importancia de la preparación y la previsión.

—Mis hijos, hay que tener visión en esta vida, para echar pa’ lante.

Mi padre, Carlos, llegó aquí a mediados de marzo de 1978. Melancólico al abandonar la ciudad que llevaba en su alma, Santo Domingo, pero al mismo tiempo lleno de esperanza por lo que le esperaba en la ciudad de Nueva York.

Las historias de inmigrantes suelen ser muy parecidas. Luchando y enfrentando muchos de los mismos obstáculos, sin importar su origen. De lo que Carlos estaba seguro, era de que si pudiera obtener una educación, su historia sería diferente. No habría manera de fracasar, su historia sería una de triunfo.

Carlos 1978. Cortesía del autor.

Durante su juventud, viajar a los Estados Unidos nunca pareció una posibilidad, por ende siempre pensaba en lo que haría cuando llegara a la capital. Para él, Europa parecía una opción más realista. Podría llegar a España, donde el idioma no sería una barrera, y luego llegaría a Francia. Una vez en París, podría seguir los pasos de muchos eruditos dominicanos y recibir una educación en la Sorbona. Podría ser como Francisco Henríquez y Carval, Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez, quienes se habían convertido en grandes líderes en la República Dominicana.

Al llegar al aeropuerto JFK fue recibido por su hermano mayor José. José siempre había sido un pionero dentro de la familia, el segundo mayor de los hijos, fue el primero en salir de su pueblo, Castillo. En 1960 se enganchó a la Policía Nacional y se trasladó a Santiago de los Caballeros. Luego, José fue el primer miembro de la familia en llegar a los Estados Unidos, en 1969.

Eran pocos los dominicanos que habían llegado durante los últimos veinte años. Al principio, buscaban escapar de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo. Después de la muerte de “El Jefe”, en 1961, llegaron en mayor cantidad. Expulsados por la agitación política, la pobreza, durante un breve período una guerra civil y la subsecuente ocupación estadounidense. Ahora buscaban escapar de la ira de Balaguer. Irónicamente, abandonaron su tierra natal para ir a la misma tierra que ayudó a poner a Trujillo en el poder, financió su asesinato y apoyó el reciente golpe de estado que condujo a la guerra civil.

El primer grupo de inmigrantes estaba compuesto en su mayoría por dominicanos educados y adinerados. Estos o se habían opuesto a las formas autoritarias de Trujillo, o habían caído en desgracia con él y huyeron por su seguridad. La nueva tanda de inmigrantes tenía un mayor número de dominicanos pobres y rurales, menos educados. Mi familia encaja perfectamente en este último grupo. Muchos hicieron el viaje de Castillo a Santo Domingo por primera vez en los días antes de su vuelo a Nueva York.

Después de la llegada de José, el resto de la familia siguió, Don Mon (diminutivo de Simeón) y Virgilio en el 71, luego Doña Lupe y Antigua en el 72. Elpidio llegó unas semanas antes que Carlos en el 78.

La familia se instaló en Corona, Queens. En ese momento, Washington Heights y Corona eran los dos barrios con mayor concentración de dominicanos. Históricamente, los dominicanos se han establecido en barrios ya poblados por otros hispanohablantes. En Washington Heights les precedieron cubanos y puertorriqueños. Corona era un barrio italoamericano, pero contaba con un grupo de residentes cubanos. Rincón Criollo en Junction Boulevard es un vestigio de esa época. Aquellos que tengan la edad suficiente recordarán ir a La Lechonera en Junction y Roosevelt Avenue para comprar sándwiches cubanos.

Esta ciudad es impresionante por sí sola, más aún cuando vienes de países en desarrollo que carecen de una infraestructura similar. Los rascacielos que se alzan sobre la ciudad, bloqueando el sol en pleno día. Numerosos puentes que conectan diferentes partes de los condados, a medida que Long Island Sound se convierte en el East River, que se fusiona con el río Harlem y finalmente desemboca en el puerto de Nueva York.

Aunque para Carlos fue aún más impresionante la mezcla de culturas latinas. Al caminar por Junction Boulevard, la vía principal que divide Corona, Elmhurst y Jackson Heights, se encontró con varios acentos diferentes. Colombiano, ecuatoriano y puertorriqueño, entre otros. Estaba muy lejos de los dialectos que estaba acostumbrado a escuchar: la I del Cibaeño, la R de los Sureños y la L de los capitaleños.

Su sección de Queens tiene una serie interminable de edificios de ladrillo, todos uniformes en color y tamaño. Interrumpida sólo por las altas torres grises de Lefrak City y la autopista Horace Harding que atraviesa este mar de edificios residenciales.

Virgilio y Betania. Cortesía del autor.

Habían venido a vivir a un edificio predominantemente dominicano, la mayoría provenientes del pueblo de Nagua, que estaba a poca distancia de Castillo. Carlos se quedaría con Virgilio y su familia. Virgilio era el segundo menor de los hijos, llegó aquí a la edad de 17 años. Ahora estaba casado y él y su esposa Betania residían en un apartamento de dos habitaciones con sus dos hijas, Lisa y Kathy. Mon y Lupe ocupaban la otra habitación, que ahora compartirían con Carlos que se tendría que acomodar en una camita recién puesta.

—Yo llegué un sábado y el lunes salí a buscar trabajo.

Salió a visitar algunas de las fábricas en Long Island City. Ese primer día consiguió un trabajo en una fábrica de plásticos en Long Island City. La tarea sería fabricar coberturas de plástico para lámparas y ganaría 86 dólares a la semana.

Al regresar a casa con lo que pensó eran excelentes noticias, no fue recibido tan ceremoniosamente como esperaba.

—Un trabajo no es suficiente, Carlos. A ese paso nunca vas a salir adelante —dijo Virgilio.

Virgilio en ese entonces mantenía dos trabajos: pasaba sus días en un asilo de ancianos donde lavaba platos y sus noches detrás del mostrador en la bodega de un compadre.

—Yo con ese trabajito puedo ayudar aquí un poco y me da para cubrir un curso de inglés —respondió Carlos.

Había dejado atrás la esperanza de asistir a clases en la Sorbona, pero no había renunciado a su sueño de obtener una educación universitaria. Para muchos, la fórmula era llegar e inmediatamente obtener empleo buscando balancear múltiples trabajos a la vez. Esta familia no fue la excepción a esa regla. Los hermanos de Carlos tenían cada uno dos o tres trabajos. Con la esperanza de ahorrar todo lo que pudieran.

Esta mentalidad a Carlos no le cabía, no la de tener múltiples trabajos, sino la de creer que educarse a sí mismo no es un deber nuestro también.

Durante su primera semana emprendió una conversación con un compañero también recién llegado, un joven colombiano llamado Arturo. El trabajo estaba muy cerca de LaGuardia College y Arturo le informó sobre algunas clases de inglés en las que se había inscrito durante los fines de semana. Con una parte del dinero que ganó en ese primer mes, Carlos también pudo inscribirse. Estas sesiones se prolongaron durante un par de meses y, al acabarlas, por sugerencia de un consejero universitario, se inscribió en clases del semestre de otoño.

Al salir de Santo Domingo, Carlos se separó de su novia de mucho tiempo, con la promesa de que volvería por ella. Con el trabajo y la escuela andando, el enfoque ahora cambió a ahorrar lo suficiente para regresar, casarse con ella y traerla de vuelta. Durante los siguientes 18 meses asistió a clases durante el día y trabajó en una fábrica en Flushing fabricando tubos de aluminio por las noches. Además del trabajo en la fábrica, también trabajaba los fines de semana en el Garden City Country Club. Ahorrándose todo lo que pudo, en agosto de 1980 voló de regreso a casa.

Argentina, Santo Domingo 1980. Cortesía del autor.

Argentina y Carlos en su día de boda, agosto de 1980. Cortesía del autor.

Pasaría casi un año antes de que mi madre, Argentina, se reuniera con él en Nueva York. Durante ese tiempo, Carlos había terminado en LaGuardia y ahora estaba tomando clases en Lehman College. Dejó la fábrica en Flushing y ahora trabajaba en una cafetería en 82nd St y Roosevelt Avenue, en Jackson Heights.

Argentina llegó en mayo de 1981, con una impresión ligeramente diferente de la ciudad. Inmediatamente le chocaron la congestión, el ruido que persistía y la introducción de un nuevo idioma. Había vivido en Santo Domingo la mayor parte de su vida, pero en ese entonces se veía muy diferente a la metrópolis que es ahora.

—Santo Domingo en ese entonces era montes.

Doña Lupe y Don Mon. Cortesía del autor.

Además del choque cultural, conocería a la mayoría de la familia por primera vez, ya que sólo había hablado con ellos por teléfono unas pocas veces. Virgilio y Betania esperaban otro hijo, que nacería en septiembre, un hijo llamado Raúl. Mon y Lupe aún residían en la habitación que compartían con Carlos, aunque pronto regresarían a Castillo. Para colmo, Carlos no le había informado que ella también se quedaría allí. Probablemente asumiendo que estaba cansada del viaje y ansiosa por instalarse, Betania se ofreció a ayudarla a desempacar después de la cena.

—Oh, ¿nos quedamos aquí? —le preguntó a Carlos.

—Este es el lugar donde vivimos—le respondió.

Fue una primera noche tensa para ellos. Ella imaginó que tendrían un hogar propio. Virgilio, Betania y las niñas se quedaron en su cuarto y ahora Carlos y Argentina ocuparían el otro, en compañía de Mon y Lupe.

Al comienzo de su segunda semana, Argentina partió temprano una mañana con Carlos, en busca de trabajo. El área en la que trabajó anteriormente en Long Island City tenía una multitud de fábricas, por lo que pensó que este sería un buen lugar para comenzar. La primera fábrica en la que solicitaron acordó contratarla inmediatamente. Ni siquiera habían finalizado el papeleo y Carlos se estaba despidiendo, para poder llegar a clase a tiempo.

—Al final del día tú subes al elevado, vas a tomar el 7 hasta la 103. De ahí tú bajas la Nacional hasta llegar a la 99 y sigues directo. Todo estará bien.

Al final de su primer turno, Argentina siguió a la multitud hasta Queens Blvd, pero no podía recordar en qué parada debía bajarse ni en qué dirección tomar el tren. Ni siquiera podía explicarle a alguien a dónde iba para que pudieran ayudarla. Afortunadamente, Betania le había escrito el número de la casa en un papel.

—Mantén este número en tu cartera, en caso de que surja una emergencia.

Justo antes de ir a un teléfono público para llamar, sintió que alguien se le acercaba por detrás.

—Oye y qué haces tú por aquí? —preguntó la señora.

Era Margarita, hermana de Betania y comadre de Virgilio. La había conocido brevemente en el apartamento y resulta que trabajaba en la misma fábrica.

—Carlos me trajo a las factorías y me dijeron que me quedara. Pero ahora no sé llegar a casa.

—Ven que yo voy en esa dirección, nos vamos juntas.

Tenía unos cuantos dólares en el bolsillo que Carlos le había dado para el almuerzo y el pasaje del tren, aunque los nervios no le permitían comer. Se fueron en el tren 7 y ambas se convirtieron en compañeras de tren.

Todos se sorprendieron al verla regresar sola, esperaban que Carlos la acompañara. Don Mon no estuvo de acuerdo con esto y lo dejó claro.

—Carlos, ¿cómo pudiste simplemente abandonarla aquí? Esta ciudad es demasiado peligrosa.

Antes de regresar a Castillo, Don Mon llamó a Carlos a su lado.

—Mi hijo, te veo trabajando pero no se si estás seguro de lo que buscas.

—Tranquilo viejo, sé de lo que ando atrás. Solo es cuestión de tiempo.

—Espero que sí. No quiero que termines como el hombre que salió en busca de un caballo y lo que terminó fue con uno de palo.

Nunca me había sentado a hacer los cálculos, pero parece que mis padres se pusieron a construir esa familia justo después de que mis abuelos partieron hacia la República Dominicana.

Carlos y Argentina. Cortesía del autor.

Argentina y Betania. Cortesía del autor.

Con un bebé en camino, las cosas comenzaron a ponerse tensas. Argentina se encontró con su primer otoño y odiaba el clima frío, el hecho de que no podía hablar el idioma y la sensación de estar sola. Su familia estaba en República Dominicana, tenía solo un primo en el Bronx que muy poco veía, estaba rodeada por la familia de Carlos. Ella le suplicó que regresaran, insistiendo en que no podían ser felices en este lugar desconocido.

—¿Cuándo podemos volver? Este no es lugar para nosotros.

—¿Volver a qué? No hay nada allá para nosotros. Aquí es donde vivimos ahora, donde formaremos nuestra familia.

Virgilio, siempre el pragmático y Carlos el eterno idealista, nunca pudieron ponerse de acuerdo sobre la situación académica.

—Tienes una esposa y ahora un hijo en camino. ¡Olvídate de estas tonterías de la escuela, ponte a trabajar!

—Aquí hay un plan, no puedes verlo todavía, pero pronto lo verás.

Sintiendo que las cosas pronto podían llegar a un punto crítico, Carlos decidió empezar a buscar un lugar propio. Durante su tiempo en Lehman, un compañero de clase le ofreció conseguirle un trabajo como portero de un edificio donde, con el tiempo, podría calificar para un apartamento. La oferta parecía tentadora, pero si Argentina estaba sola ahora, allá estaría aún más aislada. En Corona al menos tenía a Betania, en quien confiar. Prefiriendo quedarse cerca a la familia, fueron a la oficina de administración del edificio, pero se les informó que había una larga lista de espera. No obstante, pusieron sus nombres con la esperanza de que se moviera rápidamente.

La graduación de Carlos en Lehman College. De izquierda a derecha: Argentina, Carlos, Antigua y Elpidio. Cortesía del autor.

Llegó el día en el que Carlos finalmente se graduó de Lehman. Había tenido el honor de decir que fue el primero de su familia en asistir a la universidad y ahora era el primero en graduarse. La primera fase de su plan estaba completa. Este fue un logro del que nadie podría despojarlo y, con suerte, uno que abriría muchas puertas para él y su familia en el futuro. Sin embargo, fue un momento agridulce, ya que solo unos meses antes Don Mon había fallecido inesperadamente. Aún así, su presencia se sintió ese día, Carlos llevó a su conclusión esa conversación con él. Él iba por su caballo.

Con la escuela ya superada, Carlos trabajaba durante el día en un hotel cerca del aeropuerto JFK y por la noche en la cafetería. Por suerte, el encargado del edificio, Ricardo, otro dominicano, se detuvo para arreglar algo en el apartamento. Argentina, ahora visiblemente embarazada, aprovechó la oportunidad para ver si podría adelantarlos en la lista de espera.

—Ricardo, ¿sabes de algún apartamento que vaya a estar disponible pronto?

—De hecho, un apartamento estará disponible en los próximos días. Déjame ver qué puedo hacer.

Dos días después llamaron de la oficina de administración, pidiéndoles que pasaran con la documentación requerida. Era un apartamento de una habitación, todavía estarían compartiendo una habitación con el bebé, pero ahora en un espacio propio.

Esto también les daría a Virgilio y Betania un espacio y privacidad muy necesarios. Ahora tenían dos niños pequeños y un bebé, y eso es mucho para una casa, ni qué decir para una sola habitación.

El día de la mudanza generó emociones encontradas. A Argentina, la idea de tener una casa para ella sola le parecía una gran tarea. Carlos, por otra parte, se sentía tranquilo. Recientemente había recibido una llamada del Departamento de Trabajo del Estado de Nueva York después de haber tomado un examen de servicio civil. Parecía que su plan estaba llegando a buen término.

Inspeccionando el apartamento vacío, se sintió abrumado por la alegría y miró a Argentina.

—Aquí es donde viviremos y donde criaremos a nuestra familia.

Epílogo:

Fue en este apartamento donde me criaron mis padres junto a mis hermanos Ariel y Omar durante 10 años. Nos mudamos de apartamento una vez más dentro del mismo edificio antes de que mis padres finalmente compraran su propia casa. Después del nacimiento de Ariel, mami asistió a esas mismas clases de inglés en LaGuardia. El nacimiento de sus hijos provocó un cambio en cómo se sentía sobre vivir aquí. Los anhelos de volver a casa cesaron, este nuevo país ofrecía oportunidades que no existían en Santo Domingo. Papi asistió a clases de posgrado en Queens College, poco después del nacimiento de Omar. Pero para entonces la llama educativa ya no ardía tan fuerte y no terminó su posgrado. En cambio, se ha convertido en un aprendiz de por vida, contento con inscribirse en talleres ocasionales y clases de autoenriquecimiento.

De izquierda a derecha: Omar, Henry y Ariel. Cortesía del autor.

De izquierda a derecha: Carlos, Argentina, Omar (sentado), Ariel y Henry (en la parte atrás). Cortesía del autor.


Henry Suarez es un escritor dominicano-estadounidense nacido y criado en Corona, Queens. Actualmente reside en Westchester, NY, con su esposa y sus hijas. Su escritura se enfoca principalmente en la experiencia del inmigrante, crecer bicultural/bilingüe y su viaje de paternidad.

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