Uno sueña con la inmensidad cuando está encerrado

 
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Encerrada en mi casa durante muchos meses imaginé la ruta 14, sus mojones, carteles verdes y el horizonte infinito. No era posible salir y así la cotidianeidad se llenaba de miopía, solo lo recurrente existía en la mentalidad a corto plazo del encierro. 

Un día de diciembre cerré con culpa y miedo mi casa, el lugar que me había protegido tantos meses. Subí a un auto y aceleré mientras atravesaba una ciudad somnolienta. Buenos Aires es distinta a la madrugada cuando hace calor, sus colores refulgen en la lejanía como si la claridad también fuera mucho para ella, que recién se está levantando. 

Mientras andaba por la autopista la ciudad se fue desarmando en conurbanos. Al costado había barrios privados, coquetos y afluentes que se mezclaban con zonas industriales y barrios humildes. El paisaje de un momento a otro se volvió completamente rural y me vi rodeada de caballos, vacas y molinos. Lo urbano había desaparecido y estaba más lejos de lo que había estado por 12 meses. Sentí adrenalina, como si en vez de hacer algo cotidiano estuviera haciendo algo determinante, algo que me cambiaba para siempre. Ya no había vuelta atrás. 

De chica cuando hacía este camino con mis padres, y preguntaba una y otra vez cuánto faltaba para llegar. Me interesaba lo inmediato, no reparaba en el verde del camino ni en cómo el día se descarga en la ruta. No había nadie que midiera mi tiempo, tenía que llegar a la casa de mi madre y para eso cruzar dos provincias argentinas y seis departamentos uruguayos. 

Pensando esas cosas a media mañana mientras aceleraba por la isla Talavera, vi los nombres Alberto y Cristina, pintados con brocha gorda en negro y azul. El cartel quedó viejo como la elección que había sido hace más de un año. Nadie se encargó de pintar otra cosa, como si el tiempo se hubiera detenido en marzo del 2020. En la mitad del puente con la misma letra decía "Al virus lo ganamos entre todos". 

La primera vez que hice este camino manejando estaba estrenando mi carnet de conducir. Mi padre vivía entonces y oficiaba de copiloto. Daba consejos todo el tiempo y, como es común en esos casos, nuestra relación testeaba sus límites. Él creía que todo era más peligroso para mí y yo ansiaba libertad, harta de sus excesivos cuidados. Mi padre había nacido en el Chaco y crecido en Santa Fe, quizás por eso le otorgaba mucha importancia a comentar los árboles de la Argentina mesopotámica. Era distinta a la llanura a la que estábamos acostumbrados, más frondosa, más verde y centralmente más salvaje. 

Ahora los árboles que por un exceso de tardía adolescencia no sé nombrar, me recuerdan a él. Mi padre se conducía en la vida con parsimonia, quizás esa lentitud le permitía detenerse a admirar los árboles de Entre Ríos. El problema de que la vida transcurra en los mismos lugares, es que a veces uno debe dejar ir algunos recuerdos para poder conducir hacia adelante.

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Cuando uno va a Uruguay por los puentes, el primero que debe cruzar es el Zárate-Brazo Largo. En rigor, son dos puentes: el primero sale de Zárate y cruza el Río Paraná. Ahí se debe atravesar la isla Talavera y cruzar el Paraná Guazú para llegar a la provincia de Entre Ríos.  

Para mí, las fronteras fueron siempre susceptibles a ser cruzadas. Es por eso que nunca habían existido tan claramente. Antes eran solo líneas imaginarias que se podían atravesar con documentación precisa, pero desde marzo ya nadie cruzaba. Por lo menos en mi vida, en los años pacíficos y democráticos en los que viví siempre se pudo entrar y salir de la Argentina. Esa decisión tomada por políticos de trajes grises cambió mi vida. Mi madre vive en Uruguay, y en diciembre mientras manejaba cruzando ríos, tenía varios meses sin verla. Desde marzo las fronteras habían dejado de ser hechos abstractos, un río, una montaña o una mera línea imaginaria para convertirse en obstáculos afectivos. 

En Ceibas frené a estirar las piernas, cargar nafta, comprar café y hablar con alguien para recordar cómo era ser un humano después de tantas horas en silencio. Salí apurada, había estado demasiados minutos merodeando entre las góndolas de productos regionales. 

No había señal en el GPS y debí confiar en mi memoria para no pasarme de la salida de la Ruta 14. De pronto vi el cartel que decía Ruta 14 puente General San Martín. Casi eufórica por mi buena ubicación y memoria, manejaba cuando un policía me hizo señas de que frene. Detuve el auto y comencé a buscar frenéticamente mi permiso de circulación, el seguro del auto y hasta el registro.  

El policía vestido de azul y con gorra se acercó a mi ventana y me dijo:

—Señorita tiene apagadas las luces ¿Hace cuánto maneja en ruta? Es fundamental. 

No le quise explicar que hacía 12 meses no salía a la ruta, que durante cinco casi no salía de mi casa y mucho menos de la ciudad. Que de marzo a mayo caminar más de cinco cuadras fue casi ilegal, que mi miopía había aumentado… Nada de esto tenía sentido, las leyes seguían siendo las mismas. 

Me bajé del auto y subí detrás del oficial a un container bordó. Por dentro parecía una comisaría, tenía luz blanca, bandera argentina, un mapa del litoral y computadoras con Windows 98. 

Con parsimonia el oficial cargó mis datos y se disculpó por la lentitud. Me explicó que si pagaba la multa allí me haría un 50% de descuento, y si no, podría hacerlo hasta en seis cuotas. En mi país los planes de pago existen hasta para pagar multas, esos son los efectos de la devaluación constante. Me dije que aceptar que los otros tienen razón es un mecanismo de aceleración. Preferí la primera opción y le entregué mi tarjeta de débito.

Al salir garuaba finito. La lluvia y el paisaje de la provincia de Entre Ríos se conjugaban, entonces recordé prender las luces y sintonicé la radio. El espacio radiofónico cambiaba con el camino que estaba lleno de interferencias en los descampados. Mientras cruzaba Gualeguaychú comenzó a sonar Diamonds and Rust de Joan Baez. En un derroche de amor y tristeza, la voz melancólica de Joan decía “Si todo lo que me ofrecés son diamantes y óxido, yo ya pagué”. 

La canción era sobre Bob Dylan, explicó el locutor de la radio, pero Joan no lo había admitido hasta hacía poco. Los diamantes no se destruyen, son duros, son la forma más dura del carbono.

Son alótropos pensé mientras el horizonte se convertía en el bosque que rodeaba la ruta hasta llegar al puente. La alotropía es la capacidad de algunos elementos químicos de presentarse como varios compuestos naturales simples. Por ejemplo, el carbono puede ser carbón y diamante a la vez. 

Había dejado de llover cuando empecé a ver camiones haciendo fila. El río Uruguay viene desde Brasil donde hace las veces de frontera con Argentina, y descarga toda su fuerza fluvial 1.800 kilómetros después en el Río de la Plata. No está lleno de sedimentos como el Paraná, pero tampoco es azul como dice una canción, toda esa agua que corre debajo del concreto. Entonces lo supe: de alguna manera toda esa quietud acumulada de estos meses me había llevado al puente, como si la inercia de la pandemia curara su monotonía. El puente, que tiene 5 km de largo, y en su parte más alta casi 45 metros de alto, une dos ciudades fronterizas: Gualeguaychú y Fray Bentos.

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Cuando pude cruzar, ya no llovía. El día era gris, pero el sol encandilaba atrás de las nubes. Después de un rato de silencio e interferencias, empecé a escuchar publicidades de CONAPROLE, una compañía láctea de la República Oriental. Frené a almorzar en una estación de servicio y al salir pasé por el baño. En el cubículo de melamina blanco las escuché. Entendí que si salía se iban a sentir interrumpidas y prolongué mi estadía en ese cuadrado de pocos metros, para saber un poco más. 

—Hay un auto argentino afuera. Salió una chica. 

—Hace rato no se ven. 

—Yo a mis primos de Gualeguaychú no los veo desde diciembre. 

Era uno de esos comentarios que solo podían entenderse en el 2020, como distancia social o barbijos. Uruguay en verano solía ser un país lleno de turistas argentinos. Los ingresos por turismo representaron en 2019 el 8% del producto bruto interno uruguayo y entre un 15% y un 20% de las exportaciones. Un año sin turismo afectó a todos, un forastero como noticia en una ciudad de frontera era casi ridículo. Uno de cada dos visitantes que tuvo Uruguay en 2019 fue argentino. Por eso, escondida en el cubículo, comprendí la fuerza de la anomalía. Ser argentino entre uruguayos era solo anómalo en una pandemia. 

Abrí la puerta y me miraron. Las saludé:

—Hasta luego, pasen bien. 

Fue una manera lingüística de disfrazarme de uruguaya, en Argentina se dice que tenga un lindo día. La patria verdadera se construye en la infancia, de alguna manera las primeras cosas que aprendemos a nombrar se vuelven parte de nosotros. Yo supe desde chica hacer ese cambio de código para disfrazarme. La realidad se explicita cuando la nombramos, yo aprendí a leer con un pizarrón verde que me compró mi padre a los cuatro años en Uruguay. De alguna manera, leer era la posibilidad de saberlo todo. De comprender los signos y en esa interpretación encontrar sentidos. Entonces las fronteras eran todavía más difusas, las infancias eran tiempo contenido que no entendían de geografía y mucho menos de política. 

Mientras andaba por rutas uruguayas vacías, pensaba en las nubes tridimensionales uruguayas que se ven siempre en la ruta. Uruguay parecía el mismo país, pero difería de maneras fundamentales. 

Esa noche llegué a Punta del Este agotada por el calor, los kilómetros, la inercia del encierro. Una ciudad que es sinónimo de sofisticación y banalidad, una ciudad bella, quizás las más bella del Atlántico sur. Había salido hace 12 horas de Buenos Aires, una bomba demográfica donde viven 14 millones de personas y dormía en Uruguay, donde viven solamente tres millones de personas. 

Pensé por primera vez en lo que significaba esta ciudad donde yo había aprendido a leer. Hay dos ciudades que conviven, una que sale en las revistas, a donde van los famosos, y esta ciudad donde queda esa casa con patio de gravilla que contuvo mi infancia. Una ciudad de excesos y desigualdad, y un lugar más simple lleno de hortensias, chicos recién bañados que van a misa y mi infancia que nunca dejó de suceder. 

En Uruguay a los lagos artificialmente creados se les decía tajamares, a los chicos gurises, y a las zapatillas Championes. Las diferencias son sutiles, sólo los oídos entrenados distinguimos que la gravedad con la que afirmaban es un poco distinta. Uruguay, se detiene y frena ante cualquier cosa. Como si fuera un insulto vivir como porteños acelerados. Estuve siete días encerrada, porque así lo disponían las autoridades migratorias. Esos días de aislamiento tenían perspectiva y la quietud de la calle y su cotidianeidad fueron habituándome a lo que sucedía subrepticiamente. 

Ahí fue cuando lo vi a Nico, cuando realmente lo miré. Lo vi después de tantos años, mientras él llevaba una garrafa de gas. Todos los días hacía labores cotidianas en esa casa gris que me quedaba enfrente. Siempre llevaba una musculosa roja de los Chicago Bulls que decía Pippen. Nico y yo fuimos amigos en los 90 y esa remera era como un guiño a un pasado en común. Pasaban los días y siempre lo veía a las 2 p.m. con la precisión de quien trabaja durante la siesta. 

En esta calle que este chico atravesaba día y noche se inscribía la parte más contenedora de mi vida, la infancia. Los de la cuadra nos veíamos solo en verano, nosotros íbamos al colegio en Buenos Aires y ellos al liceo en San Carlos. Jugábamos al Nintendo, a las escondidas y al rin raje cuando ya no había sol. Eran cinco chicos y yo, todos uruguayos menos mi hermano y yo. En ser argentinos o uruguayos, corriendo por la gravilla roja una noche de verano. La nacionalidad era un concepto abstracto. 

Después de los trámites burocráticos como cuarentenas e hisopados, un día finalmente pude salir. Yo tenía que comprar helado para navidad. 

No había nadie en la heladería. Pedí rápido y le consulté al heladero si notaba un turismo menguante. Su respuesta fue de un conocedor del metier:

—Y ya nadie pide dulce de leche tentación, ya no hay argentinos.

Los argentinos decíamos que el dulce de leche era un invento nuestro. Que se inventó en La Caledonia, el campo de Juan Manuel de Rosas en Cañuelas. Los orientales lo tomaban como propio y tenían otro mito fundacional, sostenían que en la colonia los esclavos lo preparaban. Esta disputa se repetía entre orientales y argentinos. Nosotros creíamos que San Martin nació en Yapeyú en Corrientes, los uruguayos sostenían que había nacido en la Calera de las Huérfanas en Colonia. Lo mismo sucedía con Gardel, el máximo cantor de tangos. El Río de la Plata, era un territorio compartido por dos naciones en los últimos 200 años y las diferencias eran más difíciles de encontrar. 

La heladería era argentina, en el supermercado vendían golosinas cordobesas, y pensé en los camiones detenidos esperando para cruzar en Fray Bentos. Camiones que debían haber hecho el mismo camino que yo. Camiones que llegan desde Brasil, Paraguay y Argentina. Camiones cargados de otra idea que tenían políticos de trajes grises, la hermandad sudamericana hecha tratado comercial se llama Mercosur. 

A la vuelta mientras avanzaba por la calle en el auto, el sonido de la gravilla me confirmó que los años a veces no significaban nada, que los sonidos transportan. Ahí estaba Nico empujando una carretilla, con shorts negros y la musculosa roja. Abrí la ventana y lo saludé. Me devolvió el saludo, pero no me reconoció. Adivinó en mi gesto esa simpatía de los forasteros. Yo no era nadie ya, solo una veraneante argentina. 

Los alótropos eran esos compuestos químicos iguales que se manifiestan en diferentes formas. En el mundo real eran muy distintos, pero en la notación científica eran parecidos. Casos como estos eran los diamantes y el carbón, el ozono y el oxígeno y ¿por qué no? Orientales y argentinos.


Celina Arreseygor nació en Buenos Aires donde todavía vive. Pasó parte de su infancia entre Uruguay y Cañuelas, provincia de Buenos Aires. Se recibió de comunicadora en la Universidad Austral, y hoy trabaja en una empresa de producción de alimentos.

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