Tatá

 
 
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Nadie en Argentina estaba más preparada que ella para vivir en aislamiento. No tuvo que modificar su rutina, no pasó a hacer teletrabajo ni sintió el encierro. En realidad, desde hacía varios años que su hábitat natural era el interior de su departamento, el que recorría de punta a punta cuando la llevaban en silla de ruedas. 

Pasaba del cuarto donde dormía al cuarto de la televisión, de ahí al comedor y así se repetía varias veces de lunes a domingos. Se despertaba tarde, miraba la misa y la llevaban a almorzar. Dormía la siesta, veía películas y recibía alguna visita. Así siguió durante los meses de cuarentena. 

Semana 1

Su primera semana de aislamiento había sido varios meses antes. Pero el 20 de marzo, al día siguiente de que se decretara obligatorio para todos en Argentina, una de sus nietas se fue a vivir con ella. Le quería hacer compañía durante las dos semanas que duraría según el anuncio oficial. La acomodaba, le ponía la televisión y la hizo partícipe de su trabajo remoto. Entre la computadora y el celular cargando, Tatá nunca había visto tanta tecnología junta y la renombró como “la chica de los cables”.

No estaban solas. Chabala se había integrado a la familia desde hacía más de cuarenta años. Primero como empleada doméstica y después como una guardiana entrañable atenta a resolver cualquier tipo de problemas durante las 24 horas. A la mañana y a la noche, otras dos mujeres turnaban las guardias. Fueron trabajadoras esenciales mucho antes de que el gobierno las reconociera de ese modo para circular.  

Tatá decía que su cuerpo era un bloque de cemento. Le molestaba su inmovilidad, pero lo definía con su cuota de gracia característica. El deterioro corporal se dio mucho antes que el de su cabeza. Ella era consciente de sus limitaciones y de que a lo largo de su vida cada vez eran más las cosas que ya no podía hacer. Cuando la preocupación le ganaba a la gracia, también decía: “¿Sabés lo que es no poder hacer nada sola?”

Para el tiempo de aislamiento, sus seis hijos armaron un grupo de Whatsapp. Lo llamaron “Comando coronavirus” y se distribuyeron con algunos nietos para que todos los días alguien fuera a visitarla entre las 6 de la tarde y las 10 de la noche. La chica de los cables estaba trabajando con un proyecto que le demandaba largas horas de reuniones por Zoom. Salvo por ese detalle, en lo de Tatá no había nada diferente de la vida pre-pandemia. 

Semana 3

El 1 de abril me tocó ir a visitarla. Hacía más de 20 días que no la veía. Cuando llegué, dormía plácidamente la siesta y parecía no parecía querer despertarse. A la altura de sus canillas tenía dos gasas que le cruzaban las piernas como la Brujita Verón en su época de jugador.  

Una vez que la sentaron en el sillón frente a la tele, miraba levemente hacia abajo y con la cabeza reclinada sobre el hombro izquierdo. A veces se levantaba con una energía sorprendente y, otras, parecía una luz que se apagaba despacito.

Ese día no tenía ganas de hablar o no me escuchaba que, en todo caso, era lo mismo. Chabala me contó que a la mañana había visto dos misas porque YouTube reprodujo la segunda automáticamente y Tatá se negó a interrumpirla, convencida de que era la misma. Le pregunté qué quería ver y me dijo que una comedia. Cuando con el control remoto pasé por Notting Hill, reconoció a Julia Roberts y me dijo: “Esta actuó en varias peliculitas”. 

La vimos en silencio durante dos horas. En algún momento, me dio la mano y parecía seguir la vista (como decía ella) con atención. Cuando terminó, le pregunté y me dijo que le había parecido un monstruo. Comimos sin hablar demasiado. La chica de los cables me había recomendado no poner noticias del coronavirus, pero en esos días era imposible. 

—¿Quién es este que habla? —me preguntó.

—Daniel López Rosetti, un médico que aparece mucho en televisión. Está hablando de cómo va a ser el 13 de abril cuando termine la cuarentena —respondí.

—¿Abril? Esto va a durar meses.

Semana 4

El 11 de abril, empezó con un extraño dolor de panza. Todo indicaba que podía ser algo del riñón. Se quejó durante varios días a la misma hora, pero se solucionaba con una bolsa de arroz caliente que Chabala le preparaba para que se apoyara durante la tarde. Tomaba nueve remedios por día: dos para la presión, dos para el sueño, uno para regular la insulina, dos para los dolores musculares, otro para el estómago y el noveno para las rodillas que, según Tatá, sentía “Coca-Cola en las piernas”.   

Sus diagnósticos siempre eran imprecisos. En parte porque sus relatos solían estar más cerca de la exageración que de la realidad y, en otra, porque había tenido tantos problemas de salud que ya nadie sabía a ciencia cierta qué le pasaba a su cuerpo.   

En 1957 le habían sacado un riñón. La operación fue brutal, como era en aquellos tiempos y una cicatriz la acompañó para siempre. En el 2001 le diagnosticaron diabetes. Se tenía que pinchar cuatro veces por día en la panza para ponerse la insulina y dos veces más en los dedos para medirse el azúcar en sangre. En enero de 2009 se inyectó más de la que debía y tuvo una baja que la desmayó. Sobrevivió milagrosamente con sobres de azúcar y Coca-Cola que le hicieron ingerir a la fuerza. Las subas por comer postres, chocolates o facturas ya eran una costumbre. Sólo había que preocuparse en serio cuando el marcador superaba los 300.

En esas mismas vacaciones tuvo un pico de presión y le midieron con el tensiómetro en un cuartel de bomberos. Desde entonces también se tenía que cuidar con las comidas. “No puedo comer dulce ni salado. ¿Qué quieren que haga?”, repetía. 

En 2014 un médico le dijo que en el riñón restante tenía un tumor que la mataría en, como máximo, tres meses.

Semana 6

Durante esos días, las muertes se medían en cantidades. Ya no importaban las pérdidas, sino el hecho de si eran pocas, muchas o cómo evolucionaba la curva. Tatá hacía tiempo que venía amagándole. Repetía que lo más triste había sido quedarse viuda y pensó que moriría a los pocos días de tristeza. Llegó a rezar una novena para morirse de una vez y en paz, pero ya habían pasado cuatro años. 

Todas las personas sabemos que vamos a morir, la diferencia es que Tatá vivía con esa conciencia cada vez que se despertaba, se miraba y se veía que estaba otra vez ahí. La sensación de finitud se cristalizaba en ella cuando el día a día era monótono, su vida era en pasado y en el futuro terrenal no quedaba nada. Un día la muerte dejó de ser una amenaza y se transformó en algo lógico e inevitable. 

Semana 7

A medida que se prolongaba la cuarentena, Tatá sumó una nueva preocupación: la falta de cigarrillos. La chica de los cables contaba los atados que quedaban como las dosis de los remedios y el “Comando Coronavirus” se encargaba de la reposición en farmacias y kioscos.

Durante esas semanas, se enganchó con películas de Franco Zeffirelli y terminó “La amiga estupenda”, la serie sobre el libro de Elena Ferrante. Tuvo días buenos y otros de pocas palabras. La chica de los cables empezó a leerle cartas viejas y a mostrarle fotos de cuando era joven. Si bien naufragaba con muchos de los recuerdos, en el pasado lejano se sentía más firme. Cada vez que me tocaba ir a visitarla, intentaba sacar temas hasta que los cables de su memoria se juntaran y se encendiera la luz como el juego del “Cerebro mágico”.

Nunca se adecuó al típico perfil de abuela argentina que prepara pasta y malcría a sus nietos. Podía no llamarte por teléfono, olvidarse de tu cumpleaños o tardar unos segundos en reconocerte. Sentía impunidad para decir lo que quería. “Qué gorda estás”, “me había olvidado de que eras mi nieto” o “estás blanca de color papel” son algunas de sus frases sin anestesia que quedaron en el anecdotario familiar. Su manera de expresar cariño era diferente. El 28 de abril me dijo “Apagá la tele que me quiero fumar un pucho y charlar”.

Semana 8

Un día de mayo, llegué y tenía escritos los nombres de sus hijos y sus nietos. Había pedido que se los anotaran para acordarse de rezar por todos. Como cada vez escuchaba menos, mientras mirábamos televisión y ella estaba en el sillón, tomé la costumbre de sentarme en su silla de ruedas para hablarle desde más cerca. Los protocolos no son amigos de la sordera. La saludaba con el codo, pero ella me decía que era un otario. Tatá le tenía menos miedo al coronavirus que a todos los de su alrededor.

Semana 10

El 22 de mayo cumplió 97 años. Hubo una pequeña revolución familiar en torno a su día. En la previa se armó una colecta general con diferentes regalos. Ella solo pidió una colonia de la farmacia, pero también recibió una reposera, una tostadora y unos auriculares inalámbricos que tenía una de sus nietas y le daban un aspecto gamer contradictorio con su edad, su pelo blanco y su habitual sobriedad para vestir.

No le importaba la ropa: todos los días usaba sweaters gruesos de diferentes colores, polleras rectas y unas pantuflas de algodón con varios años que fueron reemplazadas por unas de peluche como una manera de coronar los regalos. 

Con el celular de la chica de los cables, Tatá, que estaba en uno de sus mejores días, mandó un largo audio de invitación pausando al inicio de cada una de las palabras: 

—Desgraciadamente no se puede venir por la famosa pandemia, así que hay un juego de bingo que parece que va a estar muy bueno y yo me lo pienso ganar porque soy la del cumpleaños, pero tírense el lance porque hay buenos premios. Tienen que tener telefonito con Zoom. Cuando oyen que están otros hablando, se callan porque me aturdo. Porque cumplo casi 100 años.

Horas antes de empezar, Tatá se armó su cartón con los números de las parejitas negras, que siempre elegía en la ruleta en sus años de juventud. No ganó ninguno de los dos bingos y lanzó insultos al aire que quedarán registrados para siempre en los servidores de Zoom. Antes de irse a dormir, comió un pedazo de torta Rogel como si ya hubiera superado la diabetes.

Semana 12

En junio, después de tanto tiempo, Tatá incorporó una rutina gracias a los regalos. Cada vez que terminaba de almorzar, salía al balcón con la nueva reposera y se fumaba un cigarrillo. A veces cerraba los ojos y dormitaba unos minutos mientras las cenizas caían sobre su sweater. 

Los auriculares también le permitieron volver a escuchar música. Le pusieron boleros y tangos como los viejos tiempos y hasta se acordó la letra de algunas canciones. La chica de los cables la grabó cuando cantaba una de Gardel desde su silla de ruedas:

Adiós muchachos, compañeros de mi vida,

Barra querida de aquellos tiempos.

Me toca a mí, hoy emprender la retirada

Debo alejarme de mi buena muchachada.

El efecto secundario de los auriculares fue que le despertaron una molestia en la oreja. Tenía hinchado y un médico dijo que era condritis hélix, una inflamación que, según contó, es muy dolorosa. Tenía que tomar antibióticos por diez días, pero ella decidió tomarlos durante un mes.

El pico tampoco llegó en junio y hubo que extender durante varias semanas la organización del “Comando Coronavirus”. Chabala pedía extremar los cuidados porque había visto que el invierno era el tiempo más peligroso. Tatá vivía su día a día y por momentos olvidaba lo que pasaba afuera. La confusión de la realidad, que generalmente es un mal signo de la psiquis, a veces también es un relajo de la conciencia. 

Semana 14

El 17 de junio Tatá amaneció con fiebre, presión alta y temblores. Acarreaba un resfrío típico del invierno, tenía una tos sospechosa y completaba el cuadro con un dolor de rodilla desconcertante. Algunos síntomas del coronavirus se hacían presentes y el operativo cerrojo en torno a ella aparentemente había tenido alguna filtración, casi inevitable después de tres meses. No se podía pedirle más a sus 97 años. Tampoco ella quería. La muerte parecía decantarse.

El médico que la había atendido durante el último tiempo dejó de contestar el teléfono. Entró en escena una visitadora joven que no tenía una tarea fácil: a la habitual imprecisión del diagnóstico de Tatá, se le sumaba un expreso pedido de que no la internaran. Cada vez que iba al hospital le costaba algunas semanas volver en sí. La médica aceptó, pidió paciencia y sugirió no tomar decisiones drásticas. 

El 18 de junio a las 11 de la mañana, la chica de los cables pasó el nuevo parte médico: 36,5 de temperatura y 11-5 de presión. Le contaron que estaban buscando un hisopado a domicilio y Tatá respondió: “Que se lo hagan a tu abuela”. Comió zapallitos con tostadas y no volvió a tener fiebre en todo el día. No hizo falta el PCR y antes de irse a dormir, se fumó un cigarrillo. Otra vez, el destino gambeteó el final anunciado. 

Semana 17

Cuando la volví a ver en julio pensé que si el 2020 ya era de por sí un tiempo adicional, la segunda parte del año directamente era un gol de oro. Una vez, una prima me había dicho que Tatá no se moría porque estábamos todos muy atados a ella. De repente, la cuarentena dejó de ser un problema y pasó a ser el tiempo necesario para que toda la familia asumiera el trance definitivo.

Durante las noches empezó a llamar a su mamá a los gritos. Alguna vez había dicho que era la persona a la que más extrañaba. Ya habían pasado demasiados años sin ella y esa sensación que salía de adentro era tan fuerte que lograba vencer el efecto de las dos medicaciones para dormir. Las semanas siguientes fueron monótonas y sin preocupaciones. El grupo de Whatsapp “Comando Coronavirus” dejó su actividad diaria, pasó a ser más esporádica e incluso fue ocupado por algunas discusiones políticas.  

Semana 26

En septiembre, Tatá se alegró con la vuelta del fútbol. Su evolución como hincha de Boca es una buena síntesis del paso de la vida: primero en la cancha, segundo con sus hijos en su casa, más tarde reuniendo a los nietos por ser la única de la familia con codificado, un día sin su marido y los últimos años con expresiones cada vez menos pasionales.

De joven iba a la cancha cuando no era común que lo hicieran las mujeres. Subía las escaleras, saludaba a todos los de su alrededor y daba alaridos que ponían incómodo a su marido, mucho más mesurado. En uno de sus cajones guardaba un diminuto carnet de socia vitalicia forrado de cuero. Su paladar futbolístico no era tanto por el juego como por la arbitrariedad de los detalles: le gustaba el arquero Andrada porque decía que atajaba con pijama, era defensora de Clemente Rodríguez porque compartía el apellido y detestaba a Tévez porque nunca sonreía.

Semana 28    

El 24 de septiembre, vio el triunfo 1-0 sobre el Deportivo Independiente Medellín por la Copa Libertadores con uno de sus hijos. El “Comando Coronavirus” había sufrido algunas bajas porque cada vez era más difícil sostener los estándares de máxima seguridad con más de 10.000 casos por día. Chabala les llevó la comida frente a la tele y apenas festejaron la victoria. En el entretiempo, pusieron el noticiero que anunciaba el récord hasta ese momento con 13.477 casos en Argentina. 

Para ese tiempo, las muertes ya eran un número y una consecuencia lógica del día a día. La vulnerabilidad de la sociedad era la que Tatá tenía desde que le sacaron un riñón, desde que tuvo que hacer reposo por siete embarazos y desde que padeció los picos de diabetes y presión. 

¿Pero cuántos días más podría aguantar? ¿Por qué no la dejábamos ir?  

Semana 29 

El 28 de septiembre le costó despertarse más que de costumbre. Estaba absolutamente boleada y no quería salir de la cama. No era un cuadro nuevo, pero de todas maneras requería atención. Tenía un pico de azúcar, 116 pulsaciones y presión baja. Por primera vez desde aquel episodio del 17 de junio, volvió a tener fiebre. La médica recomendó un antibiótico y otra vez apeló a la paciencia.

En algún momento del 29 de septiembre, Tatá quedó inconsciente. Estar dormida pasó a ser su estado definitivo. Una ambulancia la pasó a buscar y ya nunca más volvió a su casa. Por suerte, nunca se enteró. De repente, la ecuación se había dado vuelta: la internación, que era lo peor, pasó a ser la única alternativa y la muerte, que se buscaba evitar desde siempre por un instinto de supervivencia, pasó a ser la mejor opción para ella. 

El fin de la vida se percibe como algo negativo, pero no es una calificación absoluta. Cuando la situación es extrema, donde la muerte está a punto de suceder por inercia de la vida y no como un atropello del destino, uno desea que suceda, que lo pase sin sufrimiento y que el dolor empiece a sanar.

El estudio de sangre que le hicieron dio valores positivos con un principio de proceso infeccioso. No se enteró que le hicieron el hisopado, pero a las pocas horas se confirmó la sospecha y Tatá tenía coronavirus.  

Durante los días siguientes, estuvo muriéndose. Respiraba lento y cada vez menos. Era como una película rápida del 2020 donde se iba apagando de a poco, aunque sin los picos de alegría que tuvo entre marzo y septiembre. Más de una vez Tatá me contó que se preguntaba por qué seguía viva. Nunca se lo dije, siempre pensé que era porque le alegraba la vida a los demás. Aunque no vivió el año en su plenitud física ni mental, estoy seguro de que también hizo feliz a Chabala y a la chica de los cables con quienes tuvo la deferencia de no contagiarlas.  

El 2 de octubre, Tatá, que había sobrevivido durante tanto tiempo, dijo basta. La mitad del “Comando Coronavirus” no pudo estar en su entierro por haber sido contactos estrechos. Chabala, a quien nunca antes la habían visto llorar, tampoco estuvo, pero se encargó de cortar unas flores del balcón y preparar un ramo. Se quedó aislada en el departamento con la chica de los cables, que estaba terminando las últimas reuniones por Zoom de su trabajo. 

El 3 de octubre, cuando todavía faltaban cinco semanas para que finalizara el aislamiento social preventivo y obligatorio, se reportaron 196 muertes por coronavirus en Argentina en las últimas 24 horas. Una de esas era Tatá. 


Pedro Molina es periodista y comunicador. Trabajó en la revista El Gráfico, Telefe Noticias y es coautor de libro “Alerta Rojo - ¿A quién le importan las Inferiores?”, una investigación que escribió con su hermano Panqui. También realiza producciones de contenidos editoriales, digitales y de prensa para organizaciones. Actualmente se desempeña en la agencia AVC.

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